Cierto amigo vive en un chalet enclavado en un pequeño terreno. Él presume mucho
de su césped, que siempre luce más verde que el de sus vecinos gracias a un
moderno sistema de riego por aspersión. El agua proviene de una cisterna que se
llena periódicamente, pues la presión que llega de la calle resulta insuficiente
para asperjar tanto césped. En los tiempos en que se conocían los nombres de las cosas, esto se habría denominado un aljibe. Mi amigo, que es
hombre de posibles, emplea a un jardinero una vez por semana para que le corte
el césped, le pode los setos y conserve intacto el verdor del conjunto. La
cuestión es que hace un tiempo levantó la tapa el aljibe (similar a la de un registro del alcantarillado) para echar un vistazo
y comprobó que el interior del tanque estaba muy sucio, con restos de tierra,
hojas y moho. Las dimensiones del lugar eran suficientes para que un hombre
pudiera trabajar en su interior con cierta holgura. Así pues, decidió vaciarlo
y pedirle al jardinero que bajara a limpiarlo. El hombre escuchó su petición y
comenzó a hacerse el remolón. «¿Hay algún problema?», preguntó mi amigo.
«Verás, creo que no voy a meterme ahí». «¿Y eso?» «Hombre, imagínate que
mientras estoy ahí abajo se te cruzan los cables, pones la tapa y lo
vuelves a llenar». «¿Pero cómo se te ocurre semejante cosa?», preguntó mi amigo
asombrado. «¡Quita, quita!», respondió el jardinero. «Uno nunca sabe lo que se
le puede pasar por la cabeza a la gente». Creo que la respuesta del jardinero
encerraba una gran sabiduría. De hecho, me parece la única explicación posible para
esas cosas que ocurrieron la semana pasada.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/7/2016
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