Aprovechando que las temperaturas dieron un respiro, el fin de semana
pasado anduve por Madrid, donde siempre hay cosas interesantes que ver y hacer.
Esta vez le tocó al Bosco, esa especie de Dalí renacentista de cuya muerte se han
cumplido 500 años. Acto seguido, por no cejar en la vena surrealista, mi amiga
y yo visitamos la exposición de Cuarto
Milenio, el programa de Íker Jiménez, de quien ella se declara una gran admiradora.
A pesar de mi reticencia, reconozco que la visita fue entretenida, y que me
llevé conmigo una buena colección de fotos para comentarlas más tarde con mi
hijo, aficionado como yo a hacer coñas a costa de esas patrañas esotéricas y
macabras. Pero lo macabro de verdad lo vivimos el domingo, cuando visitamos el
monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Como todo el mundo sabe, allí es
donde están enterrados los reyes de España, desde el emperador Carlos hasta
Alfonso XIII. Lo curioso es que, a diferencia de lo que yo pensaba, los
augustos fiambres no pasan directamente al mausoleo real, sino que antes se les
somete a una especie de purgatorio terrenal denominado «el pudridero», cuyo
nombre explica perfectamente su función. Al cabo de varios lustros de
permanencia en dicha estancia (poco glamurosa, al parecer) la momia egregia
cabe mucho mejor en los pequeños cofres que se depositan en el mausoleo
propiamente dicho. Resulta curioso que todos esos Austrias y Borbones no
dispongan de más espacio para que sus cuerpos puedan reposar con cierta holgura,
sin ese proceso previo de desecación y compactación, pero se trata de una
servidumbre de la monarquía española que incluso el bon vivant del rey emérito tendrá que padecer. A pocos kilómetros
de allí hay otro pudridero mucho más amplio donde descansan otros difuntos célebres,
pero de esos ya hablaremos otro día.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/7/2016
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