Hace unos días oí voces. Quiero decir que oí voces
que no correspondían a ningún ser presente y observable. Estaba dando clase y
de pronto empezaron. La primera era una vocecilla aguda y apenas audible. Me
pareció que hablaba en inglés, pero el volumen era tan tenue que no fui capaz
de distinguir las palabras. Pensé que podía tratarse del móvil de algún alumno.
Los fulminé con la mirada sabiendo que las risitas los delatarían. Sin embargo,
se mantuvieron impertérritos como si nada estuviera ocurriendo. Entonces la voz
cambió. Seguía hablando en inglés (con una pronunciación algo pedestre, por
cierto) pero ahora el timbre era profundo y varonil. «¿No oís eso?», pregunté
con creciente alarma. Se miraron unos a otros y se encogieron de hombros. «¿Se
oyen voces, no?» De haberse tratado de una broma de los chicos, este es el
momento en que habrían estallado en carcajadas. Pero no hubo risas. Más bien
expresiones de perplejidad y preocupación. Casi pude leerles el pensamiento:
«Ahora sacará el cuchillo o el hacha». No hice tal cosa, aunque sí hubo algo de
espectáculo. Paseé entre los pupitres para intentar localizar el foco de las
voces. Comprobé si se trataba de interferencias pegando el oído a unos
altavoces, para lo cual tuve que encaramarme sobre un pupitre. Pero las voces
solo se oían cuando estaba junto a la mesa del profesor. Hubo un momento en que
dudé seriamente de mi estado mental. Hasta que recordé que llevaba en el
maletín una pequeña grabadora con la que había estado registrando exámenes orales
unos días atrás. Les expliqué a los chicos lo ocurrido y pedí su indulgencia y
su comprensión. Con todo, tengo la seguridad de que ya nada volverá a ser lo
mismo entre mis alumnos y yo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/2/2016
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