El viento ha soplado con fuerza esta semana, ráfagas
hostiles y violentas que parecían capaces de despeinar hasta los pensamientos.
Al caminar por las calles hemos sufrido su zarpazo detrás de cada esquina. La
ciudad se ha llenado de caminantes desgreñados y temerosos, mirando hacia
arriba de reojo por miedo a la rama que podía caer en cualquier instante.
Temíamos el bombardeo de proyectiles arrancados de las fachadas y tejados, el
impacto repentino de una valla metálica derribada a nuestro paso. Ni siquiera
el regreso al hogar nos hacía sentirnos seguros. El viento, incesante, agitaba
los marcos de las ventanas al tiempo que ululaba con la urgencia fúnebre de las
sirenas. En la oscuridad del dormitorio su voz sonaba como un coro de fantasmas
aullando en la noche. Durante unos días nos hemos sentido habitantes de un
territorio en guerra, inermes y amenazados, conscientes de pronto de nuestra
fragilidad, como si el planeta hubiera decidido recordarnos nuestra condición
de inquilinos. A veces los elementos desatan su fuerza y vienen a aporrear
nuestra puerta. «Andaos con ojo —parece decirnos la naturaleza—, pues estáis
aquí de prestado». Pienso que es lo justo, que conviene que ocurra de ese modo,
siquiera durante unas pocas horas o días. Necesitamos que se nos recuerde cuál
es nuestro lugar en este mundo del que nos sentimos dueños y señores, aunque apenas
somos débiles criaturas que arrastran sus vidas efímeras sobre la superficie
del planeta. Nos conviene que la madre Tierra nos ponga de vez en cuando en
nuestro sitio. Este viento ha sido como un cachete de aquellos que nuestros
padres nos daban cuando nos portábamos mal. Aunque hay castigos mucho peores.
Ojalá nunca nos hagamos acreedores a uno de ellos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/2/2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario