Desde el linchamiento de ese concejal madrileño vivo
atemorizado. Llevo varios días repasando mis cuentas de Facebook y de Twitter por
si las moscas (a saber qué perlas habré soltado por allí que ahora no recuerdo).
En los primeros tiempos de internet creíamos que la red era un espacio conquistado
para la libertad. Pero resulta que estábamos equivocados. Internet es el
archivo de nuestros pecados, o por lo menos en eso se ha convertido en esta
época de biempensantes e inquisidores. ¿Cómo era aquel chiste que conté aquel
día en el Twitter? ¿Era sobre gays? ¿Sobre inmigrantes? ¿Sobre catalanes? Lo
triste es ni siquiera me acuerdo, porque el día del chiste funesto había estado
de fiesta hasta las tantas y volví a casa con el ánimo un tanto transgresor. Ahora
temo que ya nunca podré dedicarme a la política. Pero casi me alegro, porque al
parecer para ser político hay que convertirse en un tipo aburrido de esos que jamás
se relajan y siempre dicen lo que toca. Prefiero de largo a la gente que se
expresa y actúa con naturalidad, a quienes son capaces de soltar algún
disparate de vez en cuando, sobre todo si lo hacen con gracia. Tengo un amigo especializado
en contar chistes machistas. A mí me parece un tipo estupendo, pero a lo mejor
debería venir alguna militante feminista para sacarme de mi error. Me gustaría
que quienes deciden dónde están los límites publicaran algún manual de
instrucciones, porque lo cierto es que sin reglas va uno como a ciegas. Por
ejemplo, ¿se puede contar chistes sobre inspectores de Hacienda? ¿Y sobre
curas? ¿Y qué me dicen de los políticos? ¿Es lícito contar chistes sobre
políticos o hay que respetarlos en tanto que minoría que son, igual que a los
leperos? Por cierto, ¿saben ustedes cuántos políticos hacen falta para apretar
una bombilla?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/6/2015
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