De un tiempo a esta parte, cada vez que enciendo la
televisión me aparece un show culinario. Si llevo bien la cuenta, de MasterChef se emiten la versión
española, la norteamericana, la italiana y, en el colmo del exotismo, incluso
la australiana. En cuanto a Alberto Chicote, se trata únicamente del trasunto
nacional (e igualmente malhablado) del escocés Gordon Ramsay. Pero ¿qué ha
pasado para que ciertos cocineros se hayan convertido en megaestrellas? ¿Cómo es
posible que los programas de cocina acaparen tiempo de programación en hora de
máxima audiencia, en detrimento de las películas y las series? Yo creo que lo
que convierte a estos programas en espectáculo no es su carácter didáctico,
sino la atracción morbosa que ejerce en el espectador la contemplación del
fracaso ajeno. Cuando vemos cómo un restaurante se va a pique o cómo expulsan a
un participante de un concurso de cocina empleando los términos más vejatorios,
nos provoca placer el hecho de no tener que pasar por ese trance, la libertad
de poder ir a nuestra cocina y perpetrar una paella o una tortilla de patatas
sin tener detrás a un impertinente que nos ponga a parir (salvo algún cuñado o
similar al que siempre se le puede mandar al guano). Nunca he creído en la
cocina como manifestación cultural, y la idea de equiparar un guiso, por
sofisticado que sea, con un buen libro, con un cuadro o con una canción me
parece sencillamente aberrante. Pero en estos tiempos confusos todo se
trastoca, y si un tarugo que le da patadas a un balón puede adquirir categoría
de héroe, ¿por qué no elevar a un cocinero al rango de gran artista? A este
paso me veo a los virtuosos de la música clásica cambiando el frac por el
delantal y aprendiendo a hacer croquetas. Total…
Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/6/2015
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