Hace unos meses me compré un ordenador nuevo. Mi equipo
antiguo se había vuelto lento y desmemoriado, como un anciano con artritis que
además estuviera aquejado de Alzheimer. Elegí un portátil de color rojo Ferrari
y líneas aerodinámicas, tan delgado que cuando se cierra hay que mirar dos
veces para verlo. Pensé que con él me sentiría más ligero y estilizado. También
pensé que me permitiría correr como una liebre e instalar muchos más programas
de los que jamás llegaré a usar, amén de almacenar la tira de gigas de cosas
inútiles. Con razón dicen que la informática, más que una ciencia, es una
profesión de fe. Porque tan pronto como el flamante portátil estuvo en casa, me
di cuenta de que lo que había hecho era sustituir mis problemas de antes por
otros nuevos. Aunque la culpa no era del ordenador, sino del Windows 8 que
traía instalado, y que en pocos meses me ha hecho comprender el auténtico
significado de los términos «desesperación» y «odio». Hasta las cosas más
insignificantes sumían al equipo en el estupor y me obligaban a embarcarme en
penosos reseteos. Mi cabrero era tan enorme que me ha llevado dar un paso en el
vacío, es decir a instalar el nuevo sistema operativo de Microsoft, el Windows
10, que está aún en fase de pruebas, pero que Bill Gates ofrece gratis para
hacer perdonar el Windows 8 (y también para usarnos como conejillos de indias,
qué duda cabe). Lo único que puedo decir es que creo que he abierto una nueva
puerta a los infiernos. Quizás cuando me jubile tenga tiempo para atender todos
los deseos y caprichos de mi ordenador. De momento creo que lo que tengo entre las
manos es el Tamagochi más caro del mundo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/2/2015
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