El revuelo que se ha organizado en torno a las 50 sombras de Grey me da que pensar. Se
dice que uno de los atractivos de la literatura (y también del cine) es que nos
ofrece la posibilidad de vivir otras vidas de forma vicaria. En mi adolescencia
me resultaba fácil y placentero involucrarme en las tramas y creerme un viajero
del tiempo o un detective juvenil embarcado en la resolución de algún misterio.
Incluso las novelas que leo ahora, cuyos personajes principales suelen ser
tipos amargados de la vida y de vuelta de todo, me hacen sentir simpatía,
solidaridad y cierto grado de identificación con los desahuciados
protagonistas. En su día traté de leer las Sombras
de Grey para ver qué había convertido ese libro en un éxito de ventas. No
me gustó. Me pareció superficial y mal escrita, una especie de novela rosa en
la que se alternaban algunas escenas de porno pedestre con interminables
tontunas propias de adolescentes aquejadas de picor genital. Me hizo añorar
aquellas novelas de Henry Miller que atesorábamos en nuestro piso de
estudiantes, con su sexualidad sucia y visceral que, alimentada por nuestras
hormonas en plena efervescencia, lograba ponernos como motos. Pero comprendo
que al gran público le gusten las Sombras
de Grey. A fin de cuentas no es otra cosa que pornografía barata disfrazada
de novela más o menos respetable, y entiendo que su lectura puede encerrar un
cierto consuelo en un país donde se folla poco y mal. Pero ¿qué pensarán las
lectoras cuando vean la película y se den cuenta de que las han estafado, que
el Grey de Hollywood es un pichafría con tableta de chocolate, y las guarradas
de la novela, adaptadas al cine, se quedan en meros episodios de coitus interruptus?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/2/2015
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