Las obras que se realizan en el centro son para mí mucho
más que una molestia. Son una auténtica catástrofe existencial. No en vano esos
benditos señores de Aguas de Albacete se han dedicado a destrozar todas y cada
una de las aceras por las que yo caminaba a diario. Sin haber alcanzado esa
edad en la que se disfruta mirando a los obreros que abren una zanja, reconozco
no obstante que me he vuelto bastante esclavo de mis costumbres, y que cualquier
cambio se me antoja un roto en el tejido mismo de la realidad. Y una parte
esencial de mi realidad consistía precisamente en recorrer las calles Dionisio
Guardiola y Teodoro Camino a ciertas horas del día, primero en un sentido y
luego en el otro. Me entretenía observando los cambios que el tránsito de los
estaciones imprimía en los árboles y en los escaparates. Pasaba revista a los
viandantes con los que me cruzaba, a los que me sentía unido por lazos de
complicidad que solo perciben aquellos cuyos caminos convergen a diario (el señor
que lucía ese curioso bigote decimonónico de puntas enroscadas, la chica que me
adelanta montada en bicicleta, tan cadenciosa en sus movimientos, tan tenaz en
su vocación de ciclista urbana). Incluso he llegado a embarcarme en algún
modesto estudio sociológico, como el de observar al indigente que usaba como
dormitorio el cajero de cierta entidad bancaria, lo que tal vez fuera la única
obra social de dicho banco en estos tiempos de hierro que nos afligen. Y ahora
todo eso se ha borrado de mi existencia porque una empresa de distribución de
agua la ha tomado con las aceras. Mis calles de todos los días han sido
abolidas, descartadas, lo que me obliga a desviarme por calles hostiles para
las que soy un perfecto extraño, calles donde ya no puedo ser el mismo que fui
hasta hace poco. Qué asco de vida, oiga.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/1/2015
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