Escribo estas líneas con la musiquilla del concierto
de Año Nuevo de fondo, mientras me pregunto si mi hijo duerme en su habitación
o si todavía deambula por esas calles. Ya ha pasado tiempo desde mi última
juerga de Nochevieja, pero no deja de parecerme una novedad esto de saludar el
nuevo año sin resaca, sin una pizca de malestar. Resulta extraño ingresar en un
nuevo ciclo sin la menor evidencia (ya sea física o mental) de haber traspuesto
algún tipo de umbral. Para muchos conciudadanos
dicho umbral consiste en sobrevivir a una juerga monumental, y luego
contemplar el amanecer en estado de semiinconsciencia con una bolsa de churros
en la mano. También yo practiqué ese rito en mis tiempos, pero temo que ni mi
salud ni mis aburguesados comportamientos de cincuentón me lo permitieran
ahora. Creo que deberían inventar algo para las personas en mi situación, y voy
a brindarles a las farmacéuticas mi idea para un nuevo producto que he dado en
denominar «las uvas del olvido». En apariencia se trataría de doce granos de
uva de aspecto completamente inofensivo. Sin embargo, cada uno de ellos
contendría una dosis de fármacos especialmente calculada para hacernos olvidar algún
hecho bochornoso de los ocurridos durante el año que nos disponemos a dejar
atrás. Con el primer grano nos olvidaríamos de Bárcenas, con el segundo de
Urdangarín, con el tercero de Blesa, con el cuarto de Granados, con el quinto
de las tarjetas de Caja Madrid, con el sexto de Pujol, con el séptimo del
Pequeño Nicolás, y así sucesivamente. De este modo, al concluir la tradición
brindaríamos por el nuevo año con auténtico entusiasmo, pensando que somos
ciudadanos de un país normal gobernado por personas honestas, y no de esta
cueva de Alí Babá en la que se nos ha convertido España. Lo que dudo es que las doce uvas fueran suficientes para tanto mangante.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/1/2015
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