El hecho de tener un hijo roquero, como es mi caso,
plantea no pocas incógnitas. La principal es si el muchacho será capaz de
compatibilizar el rock and roll con sus estudios. Aunque puede que al formularme
esa pregunta esté pensando con una mentalidad propia del siglo pasado. A fin de
cuentas, lo de ser bajista en un grupo de rock tal vez sea una carrera más
viable que la que podrían depararle sus estudios académicos, y desde luego
mucho más divertida. Esto me lleva a otra de las incógnitas de las que hablaba
al principio. ¿Será verdad aquello de que los músicos de rock ligan más que le
común de los mortales? Hace unas semanas se lo pregunté a bocajarro: «Oye,
nene, ¿se folla mucho siendo músico?» Me miró como si acabara de descubrir en
mí los primeros síntomas de demencia senil. La cuestión es que, folleteos
aparte, el muchacho parece estar disfrutando de su experiencia en los
escenarios y en los estudios de grabación. Ahora su grupo acaba de publicar su
primer álbum, que esta misma noche se presenta en el Teatro Circo, por todo lo
alto. El disco suena de maravilla (no en vano está grabado en los estudios
Calypso de Madrigueras y masterizado en Abbey Road, lo mejor a ambos lados del
canal de La Mancha). Pero donde de verdad se les nota la calidad es sobre las
tablas, mientras aporrean sus instrumentos. La pasada feria fui a verlos con un
par de amigos que conocen a mi hijo desde pequeño. «Míralo», me dijo uno de
ellos. «Ahora mismo está en la cima del mundo». Pensé que tenía razón. También
pensé que lo de estar en la cima del mundo tiene sus problemas, y el principal
es que uno no siempre podrá estar allí para recogerlo si se cae.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/1/2015
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