En los EE UU, patria del producto sobreempaquetado
por excelencia, han conseguido rizar el rizo una vez más. Además de los donuts
y de los cereales para el desayuno, ahora por aquellas latitudes envasan
también el pan y el vino de la misa. El invento consiste en un blister individual
provisto de una tapadera abrefácil. Por un lado encontramos una pequeña ración
de pan. Por el otro, un compartimiento que contiene un traguito de vino. En la
tapa de cada ración figuran las indicaciones dietéticas, los riesgos para
dipsómanos, diabéticos y celíacos, etc. Aunque no lo puedo aseverar, me imagino
que los sacerdotes norteamericanos ya no consagran el contenido de un cáliz,
sino una pila de estos pulcros paquetitos que luego van entregando a la fila de
comulgantes conforme al conocido santo y seña de «elcuerpodecristoamén». El
motivo, supongo, es la manía del mundo occidental por la higiene, esa obsesión que
nos hace mirar con recelo cualquier producto que no venga envuelto en capas y
capas de celofán y de cartón. Con todo, les presumo a los católicos
norteamericanos un plus de desconfianza con su clero (a saber en qué lugares
habrán estado hurgando esas manos). Pero lo que de verdad me preocupa, como buen
católico que fui en su día, es adónde irán todos esos envases vacíos. A mí en
la catequesis me enseñaron que hasta una porción microscópica de la hostia
consagrada, hasta la gota más diminuta de vino que quede en el cáliz, poseen
las mismas cualidades eucarísticas que las raciones normales. Entonces ¿qué
pasa con los restos de pan y de vino que quedan en el blister? ¿Acaso se
reciclan? ¿Se recogen devotamente para enviarlos a plantas de gestión de
residuos sagrados atendidas por curas y monjas adiestrados en tal menester? ¿Es
obligatorio encender velas y realizar genuflexiones delante de cada contenedor?
De momento ignoro las respuestas, pero me comprometo a indagar en el asunto.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/9/2014
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