Aunque el calendario se empeñe en llevarme la contraria, sé que el año no empieza en enero. Un cambio de ciclo se manifiesta por la existencia de un umbral, y las Navidades no me convencen en ese papel. Es un período demasiado breve y ajetreado para que lleguemos a darnos cuenta de que hemos navegado de un tiempo a otro. Los umbrales deben conducir a sitios distintos, a tiempos distintos. El verano, sin embargo, me parece un candidato mucho mejor para establecer el comienzo del año. Se trata de un período largo, árido y vacío, un océano en mitad del calendario. Durante el verano nos sentimos náufragos de nuestras propias vidas, náufragos del tiempo. Luego, conforme los días de agosto se desgajan del calendario, creemos adivinar una costa nueva. Nos hacemos la promesa de que este año las cosas van a cambiar de verdad, de que nuestra vida va ser otra muy distinta, más plena, más llena de significado y de propósito. Pero empieza septiembre, pasa la Feria (la inexorable y rutinaria Feria) y al cabo de unos días o semanas comprendemos que lo que estamos viviendo se parece terriblemente a lo que dejamos atrás. Y este podría ser el umbral que estoy buscando para establecer el comienzo del año nuevo, ese momento terrible que todos vivimos, aunque cada cual en una fecha distinta (el comienzo del curso, el día de nuestro cumpleaños, qué se yo). Me refiero al día en que comprendemos que el tiempo carece de umbrales, de ciclos y de propósitos, de que el tiempo no nos ve ni nos oye ni repara en nosotros, de que no le importamos. Como una bestia prehistórica que solo sabe embestir hacia delante, el tiempo transcurre y aplasta todo a su paso. Y nada podemos hacer para detenerlo ni para apartarnos de su camino.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29-8-2014
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