Mañana comienzan las fiestas de Carcelén, y como
cada año lo hacen con fuego. Tres grandes hogueras arden en lo alto de la peña
que preside el pueblo. Desde allí, una comitiva de luces desciende lentamente
por el trecho más empinado de la ladera, encendiendo a su paso hogueras más
pequeñas que recuerdan las señales luminosas de una pista de aterrizaje. Cuando
las luces se agrupan, el público contiene el aliento y aguarda en silencio. De
repente se ponen de nuevo en movimiento, esta vez a gran velocidad. Entre
aplausos y gritos de ánimo, vemos cómo las luces surcan la noche y empiezan a
distanciarse unas de otras. Y al cabo de unos pocos minutos, los corredores
comienzan a cruzar la línea de meta, que se encuentra junto a la ermita del
Cristo, a la entrada del pueblo, donde nos hemos congregado para presenciar esta
peculiar carrera. Los corredores portan antorchas, las pequeñas luces que
veíamos desde la distancia. Los primeros han completado la carrera en el lapso
de un parpadeo. Luego comienzan a llegar con cuentagotas. Los últimos en
hacerlo ni siquiera corren, han descendido caminando con el único propósito de
participar en esta tradición de la que nadie está excluido. Hay un premio en
metálico para los primeros, y el vencedor prende con su antorcha el gran montón
de leña que se levanta junto a la ermita. El momento tiene mucho de mágico y
ritual, de fiesta pagana, aunque exenta de brutalidad y de animales torturados.
Los antiguos griegos ya celebraban carreras de antorchas en sus juegos. Rara es
la cultura en la que el fuego no desempeñe un papel capital. El fuego purifica,
arrasa lo viejo y prepara el camino para cosas nuevas y mejores. El fuego eleva
nuestros deseos al cielo y nos pone en contacto con los dioses. Y un año más me
pregunto qué se sentirá al descender por esa ladera a tumba abierta con una
antorcha en la mano. Quizás el año que viene. Quizás.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/8/2014
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