Uno de mis sueños nunca cumplidos era el de tocar la
guitarra en una banda de rock. En mi mitología privada no hay nada comparable a
un guitarrista marcándose un solo sobre un escenario. Absolutamente nada. Mis años
como profesor y como escritor me han deparado algunas alegrías, pero para mí ni
una cosa ni la otra admiten parangón con lo que debe de sentir un músico de
rock en medio de las luces, del ruido y de la furia de un concierto. Lo que a
buen seguro sintió mi hijo Miguel el sábado pasado, mientras tocaba con su
grupo en la final del Memorial «Alberto Cano». Dicen que la pedagogía es una
ciencia, pero lo cierto es que cuando criamos a los hijos avanzamos casi a
ciegas por un camino en el que suelen abundar más los errores que los aciertos.
Ahora que mi hijo tiene 19 años, me gustaría pensar que mi papel en su vida ha
pasado a un segundo plano. Las cartas están sobre la mesa, y lo que Miguel haga
con ellas ha dejado de ser mi responsabilidad y se ha convertido en la suya.
Pero los seres humanos somos criaturas proclives al remordimiento, y uno no
puede evitar lamentarse por todos esos «no pude» o «no supe» que hemos ido
dejando aquí y allá. Sin embargo, el sábado pasado, mientras mi hijo tocaba con
su grupo en la final del Memorial «Alberto Cano», comprendí que yo tenía algo
que ver con aquello. Y al final, cuando los cuatro componentes de Timewave (Ray, Gabri, Chema y
Mike/Miguel) subieron al escenario para recibir el primer premio y la ovación
del público, sentí de forma inequívoca esa fuerza de la sangre que a veces nos sacude
como un riff de guitarra eléctrica,
la que ha convertido a aquel músico frustrado en este brillante bajista de 19 años
dispuesto a comerse el mundo con su banda de rock and roll.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/6/2013
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