Andan ahora revolviendo los cimientos de una iglesia
de Madrid en busca de los restos de Cervantes. No en balde estamos a pocos
meses del cuarto centenario de la segunda parte del Quijote, y ya saben que los
políticos se ponen como motos con esto de los centenarios. Ya casi me imagino a
Ana Botella blandiendo un fémur o un peroné, o acariciando una calavera cual
Hamlet transexuado, lo que quizás aumentara sus escasas posibilidades de ser
candidata a la alcaldía capitalina. Pero lo preocupante de todo esto no es que
se estén empleando abundantes medios y fondos públicos para acometer la
búsqueda. Ni siquiera los motivos me inquietan, por interesados y poco loables
que estos sean. Lo que me da que pensar es que los restos de Cervantes se hayan
extraviado en el olvido de alguna fosa común. Ya he leído las opiniones de más
de un literato al respecto, en el sentido de que lo mejor que se puede hacer
con Cervantes es dejarlo descansar. Y es cierto que el viejo novelista tuvo una
vida azarosa y desdichada, que el éxito le llegó tarde y mal, que vivió y murió
entre estrechuras y que a nadie le importó un ardite que su cadáver se
extraviara. A Shakespeare lo enterraron en la parroquia de su pueblo y allí
sigue todavía, descansando entre sus familiares y recibiendo casi tantas
visitas de admiradores como Lady Di. En su muerte, al igual que en su vida,
Cervantes fue mucho más humilde. Se hizo enterrar con hábito franciscano, y
casi me puedo imaginar sus últimas palabras, dirigidas tanto a sus parientes
como al mundo en general: «¡Ahí os quedáis! ¡Ahora me toca descansar, que
bastante me habéis jorobado ya!». Y, sin embargo, a mí me parece bien que se
localicen e identifiquen los restos del autor, y que se les dé una sepultura
digna de su fama. El mausoleo muy bien podría convertirse en un lugar de
peregrinación. Y me refiero a una peregrinación forzosa, pues allí deberían
acudir, vestidos de saco y con la cabeza cubierta de ceniza, todos aquellos que
desde los medios de comunicación maltratan esa lengua castellana que él nos
legó tan melodiosa y cristalina como un instrumento bien afinado. También sería
un elemento disuasorio para esos famosetes televisivos que perpetran novelas y
libros de memorias: «Aquí yace un escritor, lo que vosotros nunca seréis». Y ya
puestos, quizás la tumba fuera útil como recordatorio de ese trato canallesco
que nuestra nación reserva para sus hijos más ilustres.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/6/2014
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