En mi adolescencia más incipiente traté por vez
primera de llevar un diario. Yo entonces estaba convencido de que mi prioridad
era enamorarme de alguna de las chicas de mi clase y luego sufrir mucho por culpa
de aquel amor. Aclaro que ni se me pasó por el magín declararme a alguna de
aquellas zanquilargas de doce años y exponerme al ridículo de toda la clase. La
cosa tenía un matiz más teórico o, si me lo permiten, más literario. Se trataba
simplemente de elegir a una de ellas y luego llenar páginas y páginas de prosa
y poesía con el torrente de mis sentimientos, algo así como una versión
infantil y bobalicona del amor cortés. Y lo cierto es que lo intenté. Me parece
que la chica se llamaba Pili y, si me esfuerzo un poco, creo que todavía me
acuerdo de su cara. Aunque, ¿quién sabe?, quizás la esté confundiendo con otra
compañera de clase o mezclando sus rasgos con los de alguna alumna, porque la
memoria es así de traicionera. Empecé aquel recuento de mis amores secretos con
una cita de Bécquer, porque la poesía siempre ha tenido esa utilidad práctica
(al menos la de Bécquer) y me temo que ya no escribí nada más. Seguramente me
di cuenta de que lo del enamoramiento no era solo cuestión de proponérselo.
Había otros factores que escapaban a la voluntad y tenían más que ver con esa
parte irracional que hay en todos nosotros y que a veces toma el mando. Además,
la verdad sea dicha, por aquellos días me interesaba mucho más la relación con
mis amigos y compañeros de clase que con las chicas, en cuyas personalidades y
comportamientos discernía un componente alienígena que, si soy sincero, creo
que todavía percibo. Aquel fue mi primer intento frustrado de llevar un diario.
El segundo intento tuvo lugar ya en mi época del
instituto, al que por aquellos tiempos entrábamos con catorce años. El criterio
trasnochado de quienes entonces dirigían el IES Bachiller Sabuco (corría el año
77, me parece) nos había simplificado bastante la vida de los mozalbetes de
primero de BUP. El instituto era mixto, pero chicos y chicas íbamos a clases
separadas. Eso nos ahorraba distracciones, aunque a cambio nos exponía de un
modo más directo y peligroso a la brutalidad de ciertas bestias pardas que,
invariablemente, procedían de Escolapios y de Salesianos. Seguramente la
segregación por sexos retrasó algunos meses el comienzo de mi pubertad, tiempo
que fue aprovechado por La Obra para captarme (ya saben, el viejo truco de la
sesión de cine del sábado por la tarde). Ya provisto de un plan de vida y del
consabido lastre de miedo y culpabilidad, se me pidió que confiara todas mis
zozobras a una agendita que debía entregar cada viernes a mi director
espiritual. Ese fue mi segundo intento de llevar un diario. No hace falta
explicar que lo que aquellos señores entendían por zozobras era todo lo
referente a «tocarse el pito» (así llamaban a las prácticas masturbatorias con
cierta picardía infantil). Al principio la cosa fue bien, pero de pronto se
desató en mí el cataclismo hormonal que conoce bien cualquiera que haya vivido
una adolescencia saludable. Entonces comprendí que un recuento fidedigno de mis
prácticas privadas no iba a granjearme precisamente una buena reputación en
aquella Santa Casa, donde nuestras cuestiones espirituales se medían en
términos de pureza (es decir, de manipulaciones del «pito»). Acometí, así pues,
la redacción de mi diario espiritual como si se tratase de una obra de ficción,
el diario de un casto jovenzuelo únicamente preocupado por la salvación de su
alma, un chico ejemplar al que jamás se le hubiera ocurrido colarse en el cine
para ver una película de destape o esconder bajo el colchón varios números de
la revista Lib. Con todo, al final todos esos apetitos desordenados propios de
mis años debieron de aflorar de algún modo, porque uno de los mandamases de La
Obra me aconsejó que me largara, lo que nunca le agradeceré bastante. La excusa
que me dieron fue que yo tenía fama de rogelio, pero lo que les incomodaba de
verdad, lo que escapaba a todos sus esfuerzos por llevarme por la senda recta
de la santidad, era lo otro.
Desde todo aquello han pasado más de tres décadas, y
creo que ha llegado el momento de ser justo y consignar por escrito mi
gratitud. Es cierto que mi estancia de año y medio en La Obra me dejó un tanto
atormentado, pero también sacó a la superficie al escritor que había dentro de
mí. Todos aquellos escarceos con el lado oscuro del fundamentalismo católico
vienen a ser el equivalente de esas infancias judías a las que tanto partido
les sacan los autores norteamericanos (desde Philip Roth a Paul Auster, pasando
inevitablemente por Woody Allen). Me di cuenta, además, de que la única forma
de tolerar y comprender la vida es convertirla en ficción. Y así se escribieron
las primeras frases de un diario que se extiende ya a la largo una docena larga
de libros, un diario cuyo capítulo más reciente es esta columna que acaban de
leer.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/5/2014
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