Lo
publicó un diario nacional a principios de esta semana. En la versión on-line del periódico había incluso un
breve vídeo acechando tras la advertencia de que las imágenes podían herir la
sensibilidad del espectador. Lo mismo se debería haber avisado al comienzo del
reportaje escrito, porque hay horrores que no necesitan de imágenes para herir sensibilidades,
horrores de tal magnitud que el lenguaje basta para evocarlos en toda su
crudeza. En la Facultad de Medicina de la Complutense hay un sótano donde los
cadáveres se amontonan sin orden ni concierto, mezclados en informes pilas de
carne atormentada, despedazada y empapada en formaldehído. Son los restos de unas
250 personas que, llevadas por su generosidad, «legaron su cuerpo a la
ciencia». Entiéndase por ciencia en este caso las prácticas de disección de los
alumnos de medicina. Y no está en mi ánimo poner en duda lo que pienso que
suscribiría cualquier docente de futuros médicos: quienes van a dedicarse a
curar los males del cuerpo deben tener la oportunidad de hundir sus manos en
cadáveres reales, porque no hay lámina ni modelo anatómico que ofrezca un
testimonio más veraz de lo que bulle debajo de nuestra piel. Hasta el pellejo
ocre y correoso de las momias se parece más a nosotros que la más perfecta
simulación informática. Quienes se prestan a que los estudiantes de anatomía
hurguen en sus despojos merecen toda nuestra gratitud. Son los más generosos de
los donantes de órganos porque han decidido regalarlo todo, su envoltura
terrenal al completo. Sin embargo, no podemos evitar un escalofrío al recordar
aquellas páginas de Pío Baroja en su novela El
Árbol de la Ciencia. Andrés Hurtado, el protagonista, estudia medicina en
la Complutense y Baroja, con el naturalismo más descarnado, nos habla de las
prácticas de disección en aquella universidad decimonónica que él tan bien
conocía: «La mayoría de los estudiantes
ansiaban llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo en los cadáveres,
como si les quedara un fondo atávico de crueldad primitiva. En todos ellos se
producía un alarde de indiferencia y de jovialidad al encontrarse frente a la
muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre destripar y cortar en pedazos
los cuerpos de los infelices que llegaban allá.» Unas líneas más adelante, el
novelista describe el depósito al que los cuerpos ya usados eran trasladados
con pocos miramientos: «La impresión era
terrible; aquello parecía el final de una batalla prehistórica, o de un combate
de circo romano, en que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos.»
Recuerdo
que leí El Árbol de la Ciencia cuando
estudiaba bachillerato y que este pasaje me sacudió en lo más profundo. Lo que
no podía imaginar era que, tantos años después, un reportaje de prensa sacaría
a la luz que en la universidad española de principios del siglo XXI sigue
existiendo al menos uno de esos macabros pudrideros que Baroja empleó como
alegoría de la España más atávica y terrible. Las imágenes del reportaje evocan
los campos de exterminio nazis o las matanzas más sangrientas de la guerra de
los Balcanes. Sin embargo, fueron tomadas hace apenas unas semanas en el
Departamento de Anatomía y Embriología Humana II, que forma parte de una
institución tan noble y tan necesaria como es una facultad de medicina. No es
extraño, así pues, que algunos familiares ya hayan exigido que les sean
devueltos los cuerpos de sus difuntos, cuyos pedazos ni siquiera están
identificados.
No
hay excusas. Ni la escasez de fondos ni los recortes ni las trabas sindicales
sirven para digerir semejante monstruosidad. Siempre he pensado que el grado de
civilización de una cultura se puede calibrar según el trato que esa sociedad
dispense a sus difuntos. En el pasado, el respeto hacia los muertos y los ritos
en torno a la muerte eran los mejores criterios para diferenciar a los pueblos
civilizados de los bárbaros. Qué pena descubrir que en los sótanos de una de
las instituciones más emblemáticas del mundo civilizado, allá donde menos cabría
esperarlo, se ocultaba la barbarie.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/5/2014
1 comentario:
Cabe la posibilidad de que las cosas no sean como parecen.
Me cuentan que esos cuerpos estaban en el "secadero". Una vez hundidos en formol y utilizados por los alumnos, es necesario que se sequen. Si se incineran sin ese proceso, la explosión puede ser monumental, como si pretendes hacer una hoguera con un bidón de alcohol.
Parece -según me dicen- que la denuncia del "holocausto" procede de un departamento de Anatomía que no utiliza cuerpos y que se vengaba así (celos profesionales) del departamento que sí utiliza cuerpos y que -parece- está mucho mejor valorado por los alumnos que el que utiliza solo la teoría.
Me dicen que lo que no funciona bien es que el encargado de la incineradora se jubiló y la universidad no tenía fondos para reponer ese puesto de trabajo.
Si es verdad lo que me dicen, estamos ante un monstruoso ejemplo... pero no de lo que parece a primera vista sino de manipulación informativa azuzada por los celos profesorales.
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