He hecho un descubrimiento sorprendente,
perturbador: los cajones de nuestros hogares cobijan una forma de vida
alienígena, una inteligencia que no se limita a observarnos, sino que
interactúa con nosotros e influye en nuestras vidas, a menudo de forma
perniciosa. Me refiero a los calcetines. Coincido con ustedes en que nadie ha
visto jamás un calcetín moviéndose por sí mismo, pero el argumento no me sirve.
Tampoco somos capaces de apreciar el crecimiento de un árbol y sin embargo
nadie les niega la condición de seres vivos. A esto se une el hecho de que los
calcetines han perfeccionado su estrategia durante muchos años (quizás siglos)
y saben que su éxito depende de su capacidad para camuflarse como simples prendas
de vestir, objetos inanimados cuyo único propósito es el de calentarnos los
pies. Pero no se dejen engañar. Basta con que se fijen en algunos detalles que
vengo observando desde hace un tiempo. Para empezar, ¿existe algo más difícil
que emparejar calcetines usados que se han lavado varias veces? Ellos siempre
llegan unidos en pares por un hilito o una grapa, a veces también por una
etiqueta adhesiva. Los compramos en la tienda o en el mercadillo, o nos llegan
como regalo de nuestras madres o compañeras. Su aspecto es tan humilde e
inocente que nadie en su sano juicio sospecharía nada extraño. Entonces
comenzamos a usarlos, los más pulcros durante un único día, quienes no lo son
tanto durante un tiempo indefinido. Pero siempre, antes o después, el par de
calcetines acaba en el cesto de la ropa sucia. Desde allí va a la lavadora y a
la cuerda de tender o la secadora. Por último, regresa al cajón de donde salió
en primer lugar. Este es el ciclo natural de un par de calcetines, ciclo que se
repite tantas veces como las prendas aguanten: cajón, pies, cesto, lavadora,
tendedero, cajón de nuevo… y así sucesivamente. De acuerdo, entonces ¿cómo es
posible que al cabo de unas pocas semanas de uso nadie sea capaz emparejar
calcetines que en su origen eran perfectamente idénticos? ¿Por qué cuando
intentamos encontrar parejas en un montón de calcetines recién lavados,
descubrimos que son todos distintos, a veces de un modo sutil, pero inequívoco?
¿En qué momento ocurre el fenómeno de la mutación? ¿Es en la oscuridad del
cesto de la ropa sucia, cuando se saben al amparo de otras prendas que esperan
ser lavadas? ¿Durante el fragor acuático de la colada? ¿A la intemperie,
durante sus largas vigilias en la cuerda de tender? ¿O es sencillamente cuando
los llevamos puestos, como si el contacto con nuestros pies los empujara a ese
enloquecido ciclo de cambios de color, de tamaño y textura? La verdad es que lo
ignoro. Me limito a constatar el fenómeno, aunque confieso que no he sido capaz
de ahondar en su naturaleza más profunda. ¿Qué? ¿Siguen incrédulos? Entonces prueben a buscarle una explicación
racional al siguiente hecho: uno se cambia escrupulosamente de calcetines
porque sabe que tendrá que descalzarse, ya sea en el podólogo o al probarse un
par de zapatos nuevos. Los calcetines están flamantes al salir de casa, pero
cuando llega el momento de mostrarlos en público… ¡Horror! ¡Un agujero! ¡Un humillante
tomate por el que nos asoma todo el dedo gordo! ¿No reconocen una voluntad
perversa, un oscuro designio detrás de todo esto? La pregunta es cuál es el
propósito que persiguen estos hábitos mutantes, estas conductas kamikazes y autolesivas.
A ciencia cierta no lo sé, pero sospecho un designio oscuro, un afán por
sembrar la sociedad humana de caos y de desconcierto. Por ello les insto a espiar
a sus calcetines, a tratar de adelantarse a sus jugarretas. No se dejen
engañar. Prescindan de ellos aunque sus pies suden o se congelen, aunque los
zapatos les torturen. Condenen a esos pequeños monstruos al fuego purificador. Piensen
que nuestra forma de vida está en juego.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/3/2013
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