Provengo de una larga estirpe de fumadores. Mi tío-abuelo Eliecer, que antes de la
guerra era párroco en Cartagena, fumaba como si la vida le fuera en ello. El sacerdote
pasó buena parte de la contienda escondido en la casa de su hermano, mi abuelo,
en la calle de la Feria. Me cuentan que, cuando la escasez hizo imposible la
adquisición de tabaco, le dio por fumarse las hojas de los geranios, inventando
así lo que bien podría denominarse «el porro de tiempos de guerra». Mi propio
abuelo Eloy era un fumador empedernido. Fumaba en pipa y fumaba cigarrillos a
destajo. Los albures de la genética hicieron que el vicio se saltara una
generación, pues ni mi padre ni mis tíos han fumado jamás. Este fracaso debió
de cabrear mucho al demonio del tabaco, de modo que se ensañó en mí. Y lo hizo
del modo más perverso posible. Yo debía de tener unos catorce o quince años y
andaba revolviendo cajones en la casa de mis abuelos. En uno de ellos encontré
una preciosa pipa curva con tapa de plata. En su boquilla estaba claramente
grabado el colmillo derecho de mi abuelo Eloy. También hallé un paquete de
Lucky Strike intacto que debía de tener al menos seis lustros de antigüedad. Le
mostré los hallazgos a mi tía Maruja, quien me dijo que podía guardarlos. Aquel
fue el principio del fin. Resultó que mi colmillo derecho encajaba
perfectamente en la muesca que había dejado el de mi difunto abuelo. En cuanto
a los «luckies», despedían un tufo rancio y sabían a paja seca, pero lograron
despertar en mí los lazos de la sangre. Hoy, cuarenta años después, me debato
con el vicio en largos periodos de abstinencia que se alternan con furiosas
recaídas. Tendemos a considerarnos hijos del azar. Sin embargo, a veces es
posible encontrar ciertas señales, trazas de un plan que gobierna nuestras
vidas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/12/2017
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