Los
perros llevan tanto tiempo conviviendo con nosotros que han acabado por
adquirir características humanas. Cualquiera que tenga un perrito en casa sabe
bien lo mucho que les gustan nuestros alimentos, aunque los suyos se vendan al
precio del marisco en Navidad. Cuando nos sentamos a comer, mi pequeño bichón
maltés ocupa solemnemente una silla, coloca ambas patitas sobre la mesa y
aguarda a que algún miembro de la familia le dé un macarrón o un trozo de
filete. Hemos intentado impedírselo, pero el aire de desolación y tristeza del
animalito es tan grande que al final siempre consentimos. En estos momentos,
mientras yo tecleo en el salón, él ha ocupado mi lugar en la cama, que prefiere
con mucho al cómodo sofá donde se le permite dormir. Este proceso de
humanización es tan notorio como irreversible, de modo que he decidido no
tratar de detenerlo, sino colaborar, en la medida de mis conocimientos, a que
se complete. Los perros carecen de cuerdas vocales, por lo que sería ocioso
tratar de enseñarle a mantener una conversación. Pero tienen sus propios medios
de expresarse (el ladrido, el gruñido, los movimientos de la cola, la posición
del cuerpo) y de ellos me valgo para intercambiar impresiones con este peluche
de tres kilos y medio. Le he enseñado a formular opiniones sobre la política
nacional. Él y yo mantenemos puntos de vista afines, por lo que no ha sido
difícil. Cuando le pregunto sobre Mariano Rajoy, el perrito gruñe. Cuando le
pregunto sobre el ministro Montoro, gruñe y enseña los dientes. Si el asunto es
el proceso independentista catalán, ladra y pone los ojos en blanco, como un
lunático. Sí, sin duda cada día nos parecemos más. Solo espero que el proceso
de adiestramiento no sea mutuo, pues no quedaría muy decoroso que yo me
dedicara a marcar con pis las calles alrededor de mi domicilio.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/12/2017
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