La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 22 de octubre de 2017

Espacios


El lunes pasado, los colaboradores de La Tribuna recibíamos una carta de Javier Martínez, el director, avisándonos de los cambios de diseño en el diario. A mí los cambios me parecen muy bien, aunque sean solamente de aspecto. Yo mismo cambio con frecuencia mi aspecto. Procuro ganar algunos quilos a intervalos regulares. Me corto el pelo cada tres meses. A veces incluso tiro a la basura los calcetines con agujeros. En el fondo soy el mismo, pero de algún modo me siento renovado, más en comunión con el mundo y con mis semejantes. Nos advertía también Javier de que nos cuidáramos de pasarnos de frenada en la extensión de los artículos, aviso que no caerá en saco roto. En el caso de esta columna, no puedo rebasar los 1.850 caracteres, incluyendo espacios. Ningún problema, porque viene a ser lo que escribía hasta ahora, aunque nunca lo había medido de forma tan precisa. Pero lo que de verdad me ha gustado es lo de los espacios. Desde hace tiempo, estoy convencido de que las cosas más importantes de la vida discurren por los espacios en blanco. Cuando creemos que no está pasando nada es cuando ocurren las cosas trascendentales, las que lo cambian todo. La vida interior, que es la que cuenta, solo es posible en los momentos de calma. Lástima que nos hayamos empeñado en abolir los espacios en blanco, en llenarlo todo de imágenes y voces, de ruido y de furia. Existe una guerra declarada contra el silencio. A los que mandan no les interesa que tengamos tranquilidad, porque la calma genera pensamiento, y eso siempre resulta peligroso. Ni siquiera ahora, cuando acabo de alcanzar el carácter número 1.612 me siento tranquilo. Apenas me queda una frase para rematar la columna. El pensamiento final. Pero he pensado que la forma ideal de despedirme es dejar treinta espacios en blanco. Aquí los tienen. Disfrútenlos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/10/2017

viernes, 20 de octubre de 2017

El Santo Grial


Lo que está ocurriendo en Cataluña tendría su lado gracioso si no fuera porque el final que se adivina es trágico. El martes por la tarde, mientras veía el debate del parlamento catalán por televisión, no lograba sacudirme la sensación de que aquello no estaba ocurriendo de verdad. Me parecía estar viendo una comedia de Els Joglars, aunque con una pobre puesta en escena y malos actores. Al final, cuando la declaración de independencia con freno y marcha atrás, se me ocurrió que el guionista de aquella farsa debía de haber enloquecido, pues no es posible que alguien en su sano juicio perpetre semejante patochada, ni siquiera en estos días de telebasura a tutiplén. Luego me entraron ganas de ver una comedia buena de verdad, y rescaté de mi videoteca una de las películas de los Monty Python (en concreto, la titulada Monty Python y el Santo Grial). Aquello tenía mucha más gracia que lo de Puigdemont. Aun así, vi muchos puntos en común. El principal era el afán de llevar una situación absurda hasta sus últimas consecuencias. Los personajes de la película de los Python, como los protagonistas de la bufonada catalana, se topan una y otra vez con la realidad. Sin embargo, parecen disfrutar con ello. Son unos auténticos payasos, pero se creen héroes. Son una pandilla de locos jaleándose entre sí, alimentándose de su propia locura. En el desenlace de la película, aparece la policía, detiene a todo el reparto y se los lleva a la cárcel. Estos tipos que buscan el Santo Grial de la independencia tienen mucho más de canallas que de caballeros andantes, pero les auguro un final parecido al de la película. Entretanto, habrán causado un daño irreparable, una herida tan grande que tal vez nunca se pueda restañar. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/10/2017

sábado, 7 de octubre de 2017

"Dura lex"


Me considero un ciudadano respetuoso de la ley, como la gran mayoría. Supongo que en ello habrá cierto componente cívico, pero estoy convencido de que el motivo principal para obedecer las leyes es el miedo. Si piso el acelerador, enseguida me imagino a un guardia civil extendiendo una multa. Cada año, cuando presento mi declaración de la renta, me tiembla la mano al pulsar el botón de «enviar», porque me imagino a un inspector de Hacienda agazapado en el otro extremo, dispuesto a caer sobre mí con todo el peso de la ley. Porque la ley pesa una barbaridad. Tanto que a veces puede aplastarte. El domingo pasado, a muchos catalanes los aplastó la ley. Dura lex, sed lex, decían los romanos. Pero de eso hace muchos siglos. Hoy en día, a casi nadie le gusta ver a los pretorianos cargar contra la plebe. Uno quiere pensar que la ley emana del pueblo, de la voluntad de la mayoría. La legislación existe porque necesitamos normas para poder vivir en paz, con orden, con cierta tranquilidad. Y lo que vimos el domingo pasado fue cualquier cosa menos orden y tranquilidad. La ley no puede convertirse en una apisonadora. No puede usarse para aplastar a la gente que desea expresar su voluntad. Que yo sepa, ni Puigdemont ni Junqueras ni el resto de la pandilla recibieron los golpes de los antidisturbios. Estaban a resguardo, regocijándose con lo bien que les había salido la jugada. Mientras tanto, en Madrid, los señores que nos gobiernan debían de sentirse muy ufanos por lo contundente de su respuesta al «desafío independentista». En cuanto a los demás, creo que nos debatimos entre la indignación y la vergüenza. Y el miedo, por supuesto. Desde el domingo pasado hay más separatistas que nunca. Gracias, señor Rajoy, por este miedo y esta vergüenza. Usted nunca defrauda.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/10/2017

jueves, 5 de octubre de 2017

El grupo


Acabo de descubrir que soy un negado para las nuevas tecnologías. Debuté como usuario de internet hace casi veinte años, cuando nos conectábamos con aquellos módems que trinaban como un canario desafinado y lo de la fibra óptica nos sonaba a ciencia ficción. Me tenía por un tipo experimentado en el ciberespacio, un auténtico perro viejo de la era digital. Pero el perro ha resultado ser demasiado viejo, con los resultados que paso a explicarles. Mi intención era invitar a una lista de amigos a la presentación de mi nuevo libro. Así pues, decidí echar mano del móvil y del inevitable WhatsApp. Mala idea. Pensé que lo más cómodo sería crear lo que se denomina una «lista de difusión», opción que permite enviar el mismo mensaje a múltiples contactos sin que se note el truco. Lo que hice, sin embargo, fue fundar uno de esos aborrecibles grupos de WhatsApp que se han convertido en una pesadilla del mundo moderno. No bien me di cuenta del error, me apresuré a tomar las de Villadiego. Pero el mal estaba hecho. Todos mis contactos vieron el mensaje «Eloy ha creado el grupo» y, acto seguido, «Eloy ha abandonado el grupo». El resultado lo supe a la mañana siguiente. Unas ochenta personas, la mayoría de las cuales no se conocían entre sí, empezaron a preguntarse de qué iba aquello. Algunos pensaron que se trataba de una broma. Otros, de un experimento sociológico. Hubo quien se acordó de mis antepasados hasta la quinta generación. Pasé mucha vergüenza, lo reconozco. Aunque ¿quién sabe? Puede que sin proponérmelo haya dado pie al principio de nuevas amistades. Incluso de nuevos romances. Prefiero pensar que mi papel ha sido el de Carlos Sobera en First Dates. El papel de mero idiota más bien me incomoda. En fin, si alguno de ustedes ha aparecido en dicho grupo, reciban mis humildes disculpas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/9/2017