Me
considero un ciudadano respetuoso de la ley, como la gran mayoría. Supongo que
en ello habrá cierto componente cívico, pero estoy convencido de que el motivo
principal para obedecer las leyes es el miedo. Si piso el acelerador, enseguida
me imagino a un guardia civil extendiendo una multa. Cada año, cuando presento
mi declaración de la renta, me tiembla la mano al pulsar el botón de «enviar», porque
me imagino a un inspector de Hacienda agazapado en el otro extremo, dispuesto a
caer sobre mí con todo el peso de la ley. Porque la ley pesa una barbaridad.
Tanto que a veces puede aplastarte. El domingo pasado, a muchos catalanes los
aplastó la ley. Dura lex, sed lex,
decían los romanos. Pero de eso hace muchos siglos. Hoy en día, a casi nadie le
gusta ver a los pretorianos cargar contra la plebe. Uno quiere pensar que la
ley emana del pueblo, de la voluntad de la mayoría. La legislación existe
porque necesitamos normas para poder vivir en paz, con orden, con cierta
tranquilidad. Y lo que vimos el domingo pasado fue cualquier cosa menos orden y
tranquilidad. La ley no puede convertirse en una apisonadora. No puede usarse
para aplastar a la gente que desea expresar su voluntad. Que yo sepa, ni Puigdemont
ni Junqueras ni el resto de la pandilla recibieron los golpes de los
antidisturbios. Estaban a resguardo, regocijándose con lo bien que les había
salido la jugada. Mientras tanto, en Madrid, los señores que nos gobiernan
debían de sentirse muy ufanos por lo contundente de su respuesta al «desafío
independentista». En cuanto a los demás, creo que nos debatimos entre la
indignación y la vergüenza. Y el miedo, por supuesto. Desde el domingo pasado
hay más separatistas que nunca. Gracias, señor Rajoy, por este miedo y esta
vergüenza. Usted nunca defrauda.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/10/2017
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