A veces un simple incidente doméstico puede alterar de forma drástica la
visión que uno tiene del mundo. A mí me ocurrió el fin de semana pasado cuando,
al llegar a mi casa del pueblo, me encontré con el que el diferencial de la luz
había saltado y el contenido del frigorífico se había echado a perder. Al
principio pensé que lo ocurrido era aún más grave. El hedor que me asaltó era
de tal intensidad que se me ocurrió que algún animal había quedado atrapado en
mi segunda vivienda y perecido allí de inanición. En un instante de pánico,
llegué a imaginar que un suicida había encontrado el modo de entrar en mi casa
para poner allí fin a su existencia. Suspiré aliviado al comprobar que el
suministro eléctrico estaba interrumpido, pero quizás habría sido preferible la
hipótesis del suicida, que se habría resuelto de un modo sencillo, con la
visita de la autoridad y el levantamiento del cadáver. Lo que encontré, en
cambio, fue que mi cocina se había transformado en una antesala del infierno.
Renuncio a describir el estado del contenido del frigorífico y del congelador,
el modo en que la carne, el pescado y los fiambres se habían transformado en
una masa gelatinosa de absoluta putrefacción, las acrobacias de las moscas que
revoloteaban por la cocina tras encontrar el camino al mundo exterior. Renuncio
a dar cuenta de mis arcadas, de la angustiosa retirada de la podredumbre y de
los reiterados e inútiles fregoteos que siguieron. Tan solo diré que por fin he
comprendido en qué consiste nuestra existencia terrenal y qué vendrá después.
La vida es una nevera repleta que un día dejará de funcionar. El más allá está
poblado por un ejército de larvas de mosca que aguardan impacientes a que esto
ocurra. En fin, abandonen toda esperanza.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/6/2016
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