Estos días de graduaciones siempre me ponen de un humor melancólico. Me
alegro por los chavales, claro. A fin de cuentas, al aprobar segundo de
bachillerato obtienen el salvoconducto hacia los estudios superiores, y de paso
dejan atrás a sus profesores del instituto, esos tipos que hemos poblado sus
pesadillas durante los últimos seis años. Creo que son motivos de sobra para la
celebrarlo y regocijarse con ellos. Aunque resulta difícil contener alguna
lagrimilla al pensar en los que se van para no volver. Suena cursi, pero me reafirmo
en la idea, porque los alumnos que uno desearía ver partir con toda su alma son
precisamente los que se quedan, los que volveremos a ver calentando los bancos
el curso que viene. Las despedidas son tristes por definición, pero todavía es
más triste pensar en ello con la perspectiva de los años (treinta ya) que uno
lleva en la enseñanza. Los veo a ellos como un ejército inagotable cuyas filas
se renuevan cada año con jóvenes y vigorosos
reclutas. A nosotros, sus profesores, nos veo atrincherados e inmóviles, tratando
de contener sus embates como Leónidas y sus espartanos (aunque mucho menos
cachas y peor armados). Y recuerdo cierto poema que Kavafis escribió precisamente
en honor de los defensores de las Termópilas. Dudo que al escribirlo estuviera
pensando en los profesores de secundaria, y mucho menos en los de aquí, pero me
lo voy a apropiar, pues un poco de épica siempre le da color a la vida. El
poema elogia a quienes resisten con valor, aun a sabiendas de que la final
serán aplastados por los bárbaros. La diferencia es que los bárbaros que hoy
nos dejan atrás seguramente ya no lo sean. Y puede que algún mérito tengamos
sus profesores en ello.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/5/2016
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