Nos hallamos en Madrid, ante la última casa de la calle del León, la que
hace esquina con Francos. Es el 22 de abril de hace cuatrocientos años. No sabemos
la hora con exactitud, aunque imaginamos que es de noche, pues la oscuridad nos
parece más propicia que el día para los acontecimientos luctuosos. Desde la
calle, donde nos encontramos, oímos llantos de mujeres. Pronto nos enteramos de
que el anciano que vive en el primer piso, ese viejo soldado que en los últimos
años ha cosechado cierta fama como literato, acaba de morir. Decidimos a subir
a presentar nuestros respetos. Nos abre Constanza, la sobrina del anciano. A
Catalina, la viuda, no la vemos. Imaginamos que se halla velando el cuerpo de
su esposo. Entre sollozos, Constanza nos dice que el entierro es mañana, en una
pequeña iglesia que hay a dos calles de aquí. Será un entierro humilde. Esta
familia no está para lujos y así lo quería el anciano. También dejó dispuesto que
lo amortajaran con el hábito franciscano y que llevaran sus restos al convento
de las trinitarias descalzas, porque fueron monjes de la Orden Trinitaria
quienes negociaron su libertad allá en Argel, donde estuvo cautivo durante
cinco años. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando el anciano era un soldado
recién licenciado, en otra vida. Ayer le dieron la extremaunción y hoy se nos
ha ido. Sus últimas líneas, tomadas al dictado, fueron de despedida. Dijo que
sabía que su tiempo se acababa. Dijo que tenía miedo y que se aferraba con todas
sus fuerzas a la poca vida que le quedaba. Mañana todos estaremos en su
entierro. Al menos todos los que hablamos y escribimos en esta hermosa lengua castellana
que él nos dejó en herencia. Es el 22 de abril del año 1616 y acaba de morir
Miguel de Cervantes.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/4/2016.
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