He observado un curioso fenómeno en las últimas
presentaciones literarias a las que he asistido. Me refiero al número creciente
de personas que olvidan apagar sus móviles. Lo de que las presentaciones y
otros eventos sean amenizados por auténticas serenatas de tonos de llamada se
ha vuelto tan habitual que, más que indignación, tiende a provocarnos
indulgencia. No hay más que observar el apuro del propietario del dispositivo
mientras se afana por dar con la combinación de teclas adecuada para silenciar
la musiquilla. Con todo, sigo pensando que dar lugar a semejante situación
constituye una gran falta de respeto y de urbanidad que debería castigarse de
algún modo, por ejemplo con una lluvia de collejas administrada por las
personas que rodean al culpable de la transgresión, con el toque final de un
suave insulto pronunciado por el orador (con un «imbécil» o un «gilipollas»
bastaría). Mucho más compleja y difícil de abordar es la tesitura de quien se
hace acompañar de niños a las presentaciones, y luego permite que los infantes
prorrumpan en toda suerte de sonidos inarticulados, exclamaciones y llantinas. En
dichas circunstancias uno no puede dejar de invocar a Herodes, aunque por lo
bajini, porque ya se sabe que los niños son sacrosantos, y su inviolabilidad se
extiende a los adultos que los acompañan y les permiten hacer de las suyas. Es
cierto que, a diferencia de un dispositivo móvil, el niño no posee un botón que
permita desconectarlo. Sin embargo, puesto que hoy mismo presento mi nueva
novela, aprovecho la ocasión para recordarles a los papis la posibilidad de
dejarse al pequeñín en casa o, en el peor de los casos, de tomarlo en brazos al
primer amago de llanto y largarse con él a tomar por saco.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/4/2016
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