Escribo estas líneas en la mañana del día de Reyes. En
la casa no hay niños. Reina un silencio que por lo general agradezco, pero que hoy
se tiñe de nostalgia y de cierta tristeza. De forma inevitable, se amontonan
los recuerdos de aquellos juguetes que, más que un premio, eran nuestro salario
por ser niños en los años sesenta y setenta, nuestra paga extra navideña por
ejercer la infancia en aquella España tardofranquista de la tele en blanco y
negro, de Locomotoro y el Capitán Tan, de la botellita de leche en el patio del
colegio, de pantalones cortos en pleno mes de enero, de capones y palmetazos
que ciertos maestros nos administraban sin remordimientos ni represalias. Yo
era precisamente hijo de maestro, lo que por entonces significaba ser miembro
de una casta privilegiada, al menos durante los años en que mi padre ejerció en
zonas rurales. Los juguetes que me traían los Reyes eran la envidia de mis
compañeros, y solo se podían comparar con los que recibían otros hijos de
maestros, los únicos rivales a mi altura. Tuve un Cinexín que pudo ser el
arranque de mi vocación cinéfila. Tuve un microscopio con el que escudriñar los
secretos de la piel de las cebollas y del ala de las moscas. Tuve una Anatomía
Humana que muy bien habría podido servir de inspiración a un nuevo Jack el
Destripador. Tuve el fuerte de Comansi y el Exín Castillos. Y el Electro-L. Y
el Rescate Espacial. Y hasta un pequeño Scalextric, el juguete más deseado de
todos. Tuve infinidad de juguetes que hoy echo de menos, aunque no tanto como
al niño mofletudo y con flequillo que se los iba encontrando junto a los
zapatos dejados la noche anterior, en tal día como hoy, el día de Reyes.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/1/2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario