La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 17 de enero de 2016

Juguetes


Escribo estas líneas en la mañana del día de Reyes. En la casa no hay niños. Reina un silencio que por lo general agradezco, pero que hoy se tiñe de nostalgia y de cierta tristeza. De forma inevitable, se amontonan los recuerdos de aquellos juguetes que, más que un premio, eran nuestro salario por ser niños en los años sesenta y setenta, nuestra paga extra navideña por ejercer la infancia en aquella España tardofranquista de la tele en blanco y negro, de Locomotoro y el Capitán Tan, de la botellita de leche en el patio del colegio, de pantalones cortos en pleno mes de enero, de capones y palmetazos que ciertos maestros nos administraban sin remordimientos ni represalias. Yo era precisamente hijo de maestro, lo que por entonces significaba ser miembro de una casta privilegiada, al menos durante los años en que mi padre ejerció en zonas rurales. Los juguetes que me traían los Reyes eran la envidia de mis compañeros, y solo se podían comparar con los que recibían otros hijos de maestros, los únicos rivales a mi altura. Tuve un Cinexín que pudo ser el arranque de mi vocación cinéfila. Tuve un microscopio con el que escudriñar los secretos de la piel de las cebollas y del ala de las moscas. Tuve una Anatomía Humana que muy bien habría podido servir de inspiración a un nuevo Jack el Destripador. Tuve el fuerte de Comansi y el Exín Castillos. Y el Electro-L. Y el Rescate Espacial. Y hasta un pequeño Scalextric, el juguete más deseado de todos. Tuve infinidad de juguetes que hoy echo de menos, aunque no tanto como al niño mofletudo y con flequillo que se los iba encontrando junto a los zapatos dejados la noche anterior, en tal día como hoy, el día de Reyes.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/1/2016

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