Tras presenciar el debate del lunes pasado (el
denominado «debate decisivo», válgame Dios), comprendí que el ejercicio del
voto se ha convertido en una profesión de fe. El problema es cuando uno ya ha
perdido casi todas las fes que profesaba, entre ellas la que depositaba en los
partidos políticos y en esa raza de bon
vivants (o aspirantes a serlo) que nutre sus listas electorales. Ni que
decir tiene que apenas creí una palabra de las que pronunciaron los cuatro participantes,
y en esto no hago distingos ideológicos. Mis reacciones oscilaron entre la
incredulidad y la indignación, entre la carcajada y el exabrupto, entre el «eso
me suena» y el «no me lo creo». Me fui a la cama tarde y cabreado, y decidido a
cambiar mi voto por un almax forte y
un somnífero suave. Por fortuna, a la mañana siguiente me noté más sereno y
relajado, pues recordé que en la vida hay decisiones mucho más trascendentales
que la de qué votar en unas elecciones generales. Aunque tiene su importancia,
qué demonios, al menos si uno se considera un poco responsable y tiene algo de
memoria. Y conserva, además, la pizca de dignidad necesaria para negarse a que lo
pisoteen quienes ya lo han hecho antes. Creo que fue Borges quien dijo que la
democracia no es más que un abuso de la estadística, lo que siempre me ha hecho
gracia a pesar de lo reaccionario de la frase. De lo que no me cabe duda es de
que la democracia, al menos en período electoral, es un abuso de la paciencia
del ciudadano. De modo que fortalezcan su paciencia. Y, por favor, antes de ir
a votar, ejerzan el noble arte de la memoria.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/12/2015
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