Desde que el IES Bachiller Sabuco ha sido declarado
instituto histórico tengo la sensación de que me ha crecido en la chepa un
caparazón en forma de sarcófago egipcio. Qué no daría yo por ser capaz de
revertir el calendario y verme de nuevo hecho un pimpollo, virgen en las aulas
y casi en la vida, aunque en lugar de ejercer en un instituto histórico mi
plaza estuviera en uno de esos centros periféricos donde el hormigón todavía huele
a fresco y todo está por hacer. Pero uno ya no tiene edad para ensoñaciones
inútiles. Es cierto que trabajar en un instituto como el mío imprime cierta
vetustez en el ánimo. Pero qué gran privilegio el de transitar a diario por ese
espacio amplio y noble que algo tiene de catedralicio, el de oír cómo los altos
techos hacen reverberar las voces de los alumnos (que en esencia han sido las
mismas durante las ocho décadas que el instituto lleva en pie), el de asomarse
por los altos ventanales y contemplar las copas de los pinos del Parque, que eran
apenas bonsáis cuando la gran verja de hierro se abrió para acoger a las
primeras promociones, de las que formó parte mi propio padre y tantos padres y
madres y abuelos y bisabuelos de esta ciudad. Qué gran privilegio el de
sentirse eslabón de esta cadena de voces y de rostros, heredero de esta ilustre
tradición de vidas consagradas a la enseñanza (como la de mi compañero Ismael
González Roldán, que tristemente se apagó la semana pasada). Qué suerte, en
fin, que al edifico donde uno se ha dejado la juventud le hayan reconocido la
condición de histórico, lo que conlleva privilegios tales como ser enterrado en
la cripta del sótano para pasarse la eternidad en compañía de las hordas de la
ESO. ¿O no era eso?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/11/2014
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