El tiempo, que anda un poco caprichoso este otoño,
ha decidido que gocemos de algunos fines de semana estivales que seguramente
nos birlará del próximo verano. Este último lo he aprovechado para darme una
vuelta por la pintoresca ciudad de Granada, donde he realizado algunas
observaciones que me apresuro a trasladarles. La primera es que el viaje a
Granada tiene algo de migración, y una vez completado casi resulta inverosímil
la idea de que vengamos de una provincia limítrofe. Lo que en realidad nos
separa no es tanto la distancia como la orografía confabulada con la red de
carreteras. Y una vez allí todo es raro, desde el acento de la gente hasta esas
montañas nevadas que parecen estar ahí mismo, y que a mí se me antojaron casi
un espejismo. Lo que comprobé a continuación es lo mucho que este país ha
avanzado en todos los sentidos, porque cada vez es más difícil distinguir a un
turista nacional de un guiri. Yo mismo ejercí un poco de guiri durante el resto
del fin de semana, arrastrando mi sobrealimentada anatomía por los lugares
turísticos al uso, sudoroso, achicharrado, con los pies destrozados por tanta
cuesta y tanta joya arquitectónica nazarí, ojo avizor en busca de un sitio
donde comprar agua o donde hacer aguas, ensimismado ante los menús que hay a la
puerta de restaurantes, resignado a que saldría de allí mal comido pero bien
cobrado, prisionero dentro de un tablao flamenco donde, si les soy sincero,
pasé un poco de miedo. Al final, la única diferencia entre el turista de aquí y
el de fuera es que el segundo habla raro, y en el caso de ciertos nacionales ni
siquiera ese dato resulta significativo. Y para colmo de males no existe la
solidaridad entre los turistas, que probablemente sean los seres que más desprecien
a sus semejantes. En fin, que siempre resulta un alivio volver a casa y no cruzarse
con un solo visitante. Y saber que, para bien o para mal, aquí solo nos tenemos
los unos a los otros.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/10/2014
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