Hace unos días me topé con un enlace curioso. Se
trataba de un programa on-line que,
mediante una encuesta, permitía al usuario determinar su grado de acuerdo con
los programas electorales de los distintos partidos políticos que concurren a
las Europeas. Me pareció interesante, pues no recuerdo haber leído nunca un
programa electoral ni conozco a nadie que lo haya hecho. Además, las preguntas
no eran en absoluto triviales. La encuesta arrancaba con la contundente afirmación, «España debería
abandonar el Euro como moneda nacional», sobre la que había que manifestarse conforme
a una escala de cinco opciones, desde «totalmente de acuerdo» a «totalmente en
desacuerdo». Un poco después la cosa se complicaba, pues el encuestado debía manifestarse
sobre si los tratados de la UE deberían aprobarse en el parlamento y no en
referéndum, duda que jamás me había asaltado, y eso que cuando se firmó nuestro
tratado de adhesión yo era un mocito y ahora peino canas. Las siguientes
preguntas me sumieron todavía más en la perplejidad, como por ejemplo la que
pedía mi parecer sobre si, para solucionar las crisis financieras, la UE
debería poder endeudarse, al igual que hacen los Estados. Me dio miedo ser un
perfecto analfabeto político y empecé a tener dudas sobre si el sufragio
universal era una buena idea o si el derecho a votar en las elecciones del 25-M
debería restringirse a quienes puedan acreditar un máster en políticas
económicas comunitarias. También empezó a rondarme la idea de que las cosas que
se cuecen en Bruselas están muy alejadas de las preocupaciones cotidianas de
los ciudadanos, aunque no hay un solo anuncio de propaganda electoral en el que
no se nos asegure lo contrario. Por fortuna el cuestionario se fue volviendo
menos exigente. «¿La competencia de libre mercado hace que el sistema de salud
funcione mejor?» «¿El Estado debería intervenir lo menos posible en economía?» Esas
cosas ya me sonaban más a la madre de todas las preguntas, que no es otra que
«¿es usted de izquierdas o de derechas?», y comencé a sentirme más a mis
anchas, porque sé cómo responder a eso desde que era un crío.
Por fin terminé el cuestionario y aguanté la
respiración mientras el programa hacía sus cálculos. Y entonces comprobé con
estupor que el resultado estaba muy lejos de lo que a mí me habría gustado. No
solo el partido al que pienso votar ocupaba el sexto lugar de la lista (por
detrás de agrupaciones de las que apenas sé nada). Descubrí, además, que la
opción política más en sintonía con mis ideas es aquella a la que hice solemne
juramento de no volver a respaldar bajo ninguna circunstancia. Fue como averiguar
de repente que uno no es quien pensaba ser, sino que en tu interior habita un
pardillo o un borrego. Traté de calmarme pensando que el maldito test no tenía
mayor rigor que esos cuestionarios que a veces, por puro aburrimiento,
contestamos en las redes sociales: «descubre qué animal eres» o «averigua si
eres un helado de naranja o de limón». Sin embargo, el tono serio y la dificultad
de las preguntas me seguían inquietando, sin mencionar el hecho de que el
cuestionario y sus resultados venían avalados por varias universidades e
instituciones de prestigio. ¿Y si yo estaba equivocado y el programa estaba en
lo cierto? ¿Y si mis intenciones de voto originales eran irracionales y estaban
basadas en el despecho en lugar de en el conocimiento y la reflexión? Incluso
se me pasó por la cabeza que una versión mejorada del programa podría ser un
buen modo de perfeccionar los sistemas democráticos, tan cuestionados por unos
y por otros. En lugar de manifestarnos sobre listas de nombres a los que ni
siquiera podemos poner cara, ¿por qué no someterse a una encuesta y dar así con
el partido más afín a nuestras ideas? ¿No sería este el mejor modo de votar de
un modo racional? ¿Qué tal un Eurovotator 1.4 para sustituir al sistema
tradicional?
Pues verán, mi respuesta final fue que no, que las
encuestas, por muy rigurosas que sean, son incapaces de adentrarse en el alma
de los electores, que el hecho de emitir el voto es un acto profundamente humano
y, por tanto, sujeto a los mismos procesos irracionales que rigen los aspectos
más importantes de nuestras vidas, como odiar o como enamorarse. No hay
encuesta que explique por qué determinado candidato nos parece un imbécil o un
estomagante, por muy razonable que nos suene su discurso. Ningún cuestionario
incluye las preguntas «¿goza usted de buena memoria?» o «¿hasta qué punto está
usted dispuesto a seguir alimentando a esos sujetos?» o «¿de verdad se cree
todavía lo que le dicen?» o «¿no le resultaría enormemente satisfactorio mandar
a esos tipejos a su casa?» Nos gustaría que la política fuese una actividad de
gente honrada, pero la evidencia siempre contradice nuestras expectativas. Por
ello el voto dista de ser un acto consciente y racional. Es más bien una
profesión de fe, la diminuta esperanza de que algún día empiecen a respetarnos
y dejen de tomarnos el pelo. Así que olvídense de programas y encuestas y voten
a quienes les dé la gana. A fin de cuentas, les va a dar lo mismo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/5/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario