Me dispongo a escribir sobre García Márquez cuando
sus cenizas todavía andan de gira por ahí, y al hacerlo rompo una de las normas
que me impuse al estrenarme como columnista, la de no publicar nunca
necrológicas. Debo aclarar que quizás sea la única regla que no había
incumplido aún, por lo que no creo que pese demasiado sobre mi conciencia.
Seguramente García Márquez fue mucho más fiel que yo a las normas del
periodismo. Pero la novela y el relato son otra cosa. Para mí (y estoy seguro
de que también para él) la ficción literaria no debe retratar ni relatar el
mundo, sino tratar de explicarlo. Un buen narrador no intenta representar la
realidad. Su tarea consiste en construir modelos para ayudar a comprenderla. Las
grandes novelas mantienen un equilibrio complejo con el mundo real. La realidad
de una novela es la del arte, una realidad trascendida por el lenguaje y por la
imaginación. Hay buenas novelas que tratan de ahondar en una parcela de la vida.
Hay novelas tan grandes que sus páginas contienen el mundo y son a la vez un
manual de instrucciones para abordar su comprensión. Son libros que se nos
figuran universales porque tienen mucho que decir a cualquier lector de
cualquier época. Esta es la esencia de los clásicos. Esta fue la sensación que
tuve al leer por primera vez Cien años de
soledad.
En los encuentros que mantengo con lectores suelen
preguntarme cuál es el autor que más me ha influido y casi siempre menciono a
Borges. Pero ha llegado el momento de reconocer que no es verdad. Mi auténtica
epifanía como lector (y seguramente también como escritor en ciernes) tuvo
lugar a mis dieciséis años, el día en que me aventuré por primera vez entre las
páginas de Cien años de soledad. Durante
unos días aquel libro fue para mí el mundo, la familia Buendía se convirtió en
mi familia, y sus peripecias pasaron a ser para mí más importantes que las
cosas que me ocurrían fuera de la novela. Durante unos días de lectura
enfebrecida conviví con las sucesivas generaciones de Aurelianos y José
Arcadios, los acompañé a conocer el hielo, me dejé llevar por sus odios y sus
pasiones, luché en sus guerras, recorrí las calles de aquel Macondo mítico, a
veces polvorientas, a veces anegadas bajo un diluvio de proporciones bíblicas,
navegué por ese caudaloso río de años, de nombres y de rostros, me mantuve al
acecho en esa casa ancestral cuyas vigas, un día sólidas, se desmoronan por la
acción del comején, del abandono y de la soledad, esa casa donde durante muchos
años fue posible ver el fantasma del patriarca José Arcadio Buendía amarrado al
castaño del patio, donde Úrsula Iguarán vive aterrada por la posibilidad de que
alguno de sus vástagos nazca con una cola de cerdo, donde el gitano Melquíades
escribe su crónica familiar en una lengua que nadie conoce, esa casa desde
donde Remedios la Bella emprende su ascensión a los cielos en medio de un
revoloteo de sábanas blancas.
La lectura de la obra de García Márquez (después
vendrían otros relatos y novelas) me abrió los ojos como lector, lo que
equivale a decir que me abrió los ojos al mundo. En cuanto a mi formación como
escritor, sospecho que pasé los primeros años de mi actividad literaria
tratando de imitar al maestro, y que mi afán posterior fue seguir haciéndolo
sin que se me notara demasiado. Y otra confesión. Al escribir sobre los autores
que admiramos, lo que en realidad hacemos es escribir sobre nosotros mismos. Es
vanidad, lo sé. Pero sin vanidad no hay literatura. Ya puestos, permítaseme también
la vanidad de suponer que estas líneas interesan o distraen a algún lector.
Permítanme recomendarles que, si aún no lo han hecho, se apresuren a darse una
vuelta por las calles de Macondo. Estoy seguro de que nos encontraremos al
volver alguna esquina.
He tenido la oportunidad de conocer en persona a
muchos escritores que admiro. No es el caso. A diferencia de otros columnistas,
no he podido comenzar este artículo con la frase «el día en que conocí a
Gabo…». Nunca pude decirle a García Márquez lo mucho que su obra ha significado
para mí. Pero eso no importa. Como todos los maestros de su talla, seguramente él
ya estaba de vuelta de halagos y alabanzas. Mucho más importante es ese diálogo
de más de tres décadas que hemos mantenido en un lugar donde Gabriel García
Márquez siempre estuvo y estará, y que no es otro que las páginas de su obra
literaria. Un lugar que siempre seguiré frecuentando, como todos los que
pertenecemos a esas estirpes de lectores que, por su culpa, se saben condenadas
a cien años de asombro, a cien años de felicidad sobre la tierra.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/4/2014
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