La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 28 de febrero de 2014

El bazar chino


El lunes pasado acudí al bazar chino que hay enfrente de mi casa para comprar una botellita de típex. «Típex, corrector», le dije al dependiente, quien me respondió con una sonrisa tan generosa en dientes como parca en entendimiento. Traté de explicárselo por mímica, pero él perseveró en su sonrisa chinesca sin brindarme la menor indicación. Finalmente, cuando ya estaba a punto de desistir, el risueño joven trazó un vago además en dirección al fondo del local. Justo antes de alejarme hacia donde él me señalaba, creí sorprender en su semblante un gesto avieso al estilo de Fumanchú, pero lo atribuí a mis prejuicios y a la incapacidad de los occidentales para descifrar la gestualidad asiática.
Al fondo del local había una puerta que quedaba oculta entre colgadores y estanterías, puerta que daba acceso a otra dependencia de la tienda, más grande todavía que la primera. Un rápido vistazo me reveló que toda aquella sección estaba dedicada a los envases, botellas y recipientes de todo género. De hecho, me topé con un estante que soportaba un gran variedad de lo que solo podían ser urnas funerarias, aunque me abstuve de abrirlas o incluso de tocarlas, no fuera a tratarse de un altar religioso dedicado a honrar la memoria de los antepasados. Lo que no vi fue ni el típex que buscaba ni nada que pareciera material de papelería, y tampoco a ningún dependiente que me indicara por dónde reanudar mi búsqueda. Había dos umbrales enfrentados al fondo de la estancia. Elegí el de la derecha notando que mi ánimo empezaba a flaquear.
Toda aquella sección estaba dedicada a la venta de esos gatos de la suerte que mueven la pata izquierda como intentando atraer la fortuna para su dueño. «Maneki-neko», rezaban varios rótulos repartidos por las estanterías. Los había de todos los tamaños y colores. Algunos eran más grandes que un gato adulto y bien alimentado. Otros apenas superaban los tres centímetros. Pero lo sorprendente era que todos movían la pata en perfecta sincronía, lo que creaba una especie de efecto hipnótico que me obligó a sacudir la cabeza para despejarme. Casi oculta en un rincón, encontré a una diminuta chica oriental que parecía salida de un tebeo manga. «¡Típex, típex!», grazné. Ella me respondió con una mirada perdida en el vacío y movió su brazo izquierdo siguiendo el ritmo que marcaban los gatos. Por último, susurró «Maneki-neko». Y eso fue todo.
En la sección siguiente la sensación de realidad se acentuó hasta un extremo casi delirante. De pronto me encontré en una especie de tienda de antigüedades orientales. Entre la penumbra y las nubes de incienso, distinguí grandes jarrones decorados con lotos y sauces, biombos, budas dorados, figuras de tigres y dragones… Tras el mostrador, un anciano ataviado con túnica fumaba parsimoniosamente de una larga pipa. Ante él había un cofre del que vi asomar una criatura peluda de grandes ojos y orejas puntiagudas. «Mo-wai», me informó el anciano con una mirada inmóvil y sin vida, como la de una figura de jade.
Las siguientes estancias resultaron más convencionales, y los objetos a la venta eran la quincalla habitual de este tipo de establecimientos. Lo extraño era la ausencia total de clientes y de personal y, sobre todo, las dimensiones desmesuradas de aquel comercio, que parecía prolongarse hasta el infinito sección tras sección. «¿Es que acaso he penetrado en algún tipo de universo paralelo made in China?», me pregunté. «¿Quizás todos los bazares chinos del mundo estén comunicados entre sí formando un único y endiablado laberinto?» Pero la gran sorpresa fue encontrarme de repente en una especie de gran comedor decorado con motivos orientales. Todas las mesas estaban abarrotadas de comensales que devoraban arroz y cerdo agridulce a gran velocidad. Sus trinos y gorjeos inundaban el comedor como una especie de sinfonía atonal. Por supuesto, todos ellos eran orientales, como la anciana que se acercó hasta mí con una bandeja. «¡Típex, típex!», le supliqué. Pero ella me señaló el contenido de la bandeja, que no era otro que esas galletitas en forma de lazo que al romperse revelan un mensaje. Tomé una de ellas y la partí. El mensaje estaba escrito en chino y me resultó indescifrable, lo cual me reconfortó. «¿Cómo se sale de aquí, buena señora?», le espeté a la anciana, quien no dio muestras de entenderme. Entonces tuve la ocurrencia de usar el traductor de mi smartphone. «Dang ni likai zheli?», pronuncié trabajosamente. Ella sonrió, depositó la bandeja sobre una mesa y chasqueó los dedos.

De repente me encontré ante la puerta de un bazar chino, pero no el mismo al que había entrado al principio, sino otro que se encuentra en el otro extremo de la ciudad. Tuve la sensación de que habían transcurrido muchas horas desde el comienzo de mi pesadilla oriental, pero un vistazo al reloj me reveló que solo habían pasado cinco minutos. Entonces, ¿por qué tenía tanta hambre? Me debatí con esta y otras preguntas mientras masticaba los trozos de una galleta de la fortuna que encontré en el bolsillo. Compré el típex de regreso a casa en una anodina papelería occidental. Sé que algún día volveré a aventurarme en el bazar chino. Pero todavía no estoy preparado.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/2/2014

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