El lunes pasado acudí al bazar chino que hay
enfrente de mi casa para comprar una botellita de típex. «Típex, corrector», le
dije al dependiente, quien me respondió con una sonrisa tan generosa en dientes
como parca en entendimiento. Traté de explicárselo por mímica, pero él
perseveró en su sonrisa chinesca sin brindarme la menor indicación. Finalmente,
cuando ya estaba a punto de desistir, el risueño joven trazó un vago además en
dirección al fondo del local. Justo antes de alejarme hacia donde él me
señalaba, creí sorprender en su semblante un gesto avieso al estilo de
Fumanchú, pero lo atribuí a mis prejuicios y a la incapacidad de los
occidentales para descifrar la gestualidad asiática.
Al fondo del local había una puerta que quedaba
oculta entre colgadores y estanterías, puerta que daba acceso a otra
dependencia de la tienda, más grande todavía que la primera. Un rápido vistazo
me reveló que toda aquella sección estaba dedicada a los envases, botellas y
recipientes de todo género. De hecho, me topé con un estante que soportaba un
gran variedad de lo que solo podían ser urnas funerarias, aunque me abstuve de
abrirlas o incluso de tocarlas, no fuera a tratarse de un altar religioso
dedicado a honrar la memoria de los antepasados. Lo que no vi fue ni el típex
que buscaba ni nada que pareciera material de papelería, y tampoco a ningún
dependiente que me indicara por dónde reanudar mi búsqueda. Había dos umbrales
enfrentados al fondo de la estancia. Elegí el de la derecha notando que mi
ánimo empezaba a flaquear.
Toda aquella sección estaba dedicada a la venta de
esos gatos de la suerte que mueven la pata izquierda como intentando atraer la
fortuna para su dueño. «Maneki-neko», rezaban varios rótulos repartidos por las
estanterías. Los había de todos los tamaños y colores. Algunos eran más grandes
que un gato adulto y bien alimentado. Otros apenas superaban los tres
centímetros. Pero lo sorprendente era que todos movían la pata en perfecta
sincronía, lo que creaba una especie de efecto hipnótico que me obligó a
sacudir la cabeza para despejarme. Casi oculta en un rincón, encontré a una
diminuta chica oriental que parecía salida de un tebeo manga. «¡Típex, típex!»,
grazné. Ella me respondió con una mirada perdida en el vacío y movió su brazo
izquierdo siguiendo el ritmo que marcaban los gatos. Por último, susurró «Maneki-neko».
Y eso fue todo.
En la sección siguiente la sensación de realidad se
acentuó hasta un extremo casi delirante. De pronto me encontré en una especie
de tienda de antigüedades orientales. Entre la penumbra y las nubes de incienso,
distinguí grandes jarrones decorados con lotos y sauces, biombos, budas dorados,
figuras de tigres y dragones… Tras el mostrador, un anciano ataviado con túnica
fumaba parsimoniosamente de una larga pipa. Ante él había un cofre del que vi
asomar una criatura peluda de grandes ojos y orejas puntiagudas. «Mo-wai», me
informó el anciano con una mirada inmóvil y sin vida, como la de una figura de
jade.
Las siguientes estancias resultaron más
convencionales, y los objetos a la venta eran la quincalla habitual de este
tipo de establecimientos. Lo extraño era la ausencia total de clientes y de personal
y, sobre todo, las dimensiones desmesuradas de aquel comercio, que parecía
prolongarse hasta el infinito sección tras sección. «¿Es que acaso he penetrado
en algún tipo de universo paralelo made
in China?», me pregunté. «¿Quizás todos los bazares chinos del mundo estén
comunicados entre sí formando un único y endiablado laberinto?» Pero la gran
sorpresa fue encontrarme de repente en una especie de gran comedor decorado con
motivos orientales. Todas las mesas estaban abarrotadas de comensales que
devoraban arroz y cerdo agridulce a gran velocidad. Sus trinos y gorjeos
inundaban el comedor como una especie de sinfonía atonal. Por supuesto, todos
ellos eran orientales, como la anciana que se acercó hasta mí con una bandeja. «¡Típex,
típex!», le supliqué. Pero ella me señaló el contenido de la bandeja, que no
era otro que esas galletitas en forma de lazo que al romperse revelan un
mensaje. Tomé una de ellas y la partí. El mensaje estaba escrito en chino y me
resultó indescifrable, lo cual me reconfortó. «¿Cómo se sale de aquí, buena
señora?», le espeté a la anciana, quien no dio muestras de entenderme. Entonces
tuve la ocurrencia de usar el traductor de mi smartphone. «Dang ni likai zheli?»,
pronuncié trabajosamente. Ella sonrió, depositó la bandeja sobre una mesa y
chasqueó los dedos.
De repente me encontré ante la puerta de un bazar
chino, pero no el mismo al que había entrado al principio, sino otro que se
encuentra en el otro extremo de la ciudad. Tuve la sensación de que habían
transcurrido muchas horas desde el comienzo de mi pesadilla oriental, pero un
vistazo al reloj me reveló que solo habían pasado cinco minutos. Entonces, ¿por
qué tenía tanta hambre? Me debatí con esta y otras preguntas mientras masticaba
los trozos de una galleta de la fortuna que encontré en el bolsillo. Compré el
típex de regreso a casa en una anodina papelería occidental. Sé que algún día
volveré a aventurarme en el bazar chino. Pero todavía no estoy preparado.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/2/2014
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