Estas Navidades mi amiga me ha regalado mi segundo
lector de libros electrónicos. ¿Que por qué un segundo lector cuando el primero
todavía funciona perfectamente? No se trata de que yo sea un consumidor
compulsivo de tecnología. El portátil con el que tecleo estas líneas va a
cumplir pronto la media década y ni se me pasa por la cabeza reemplazarlo hasta
que exhale su último estertor. En cuanto a la tablet, ni siquiera me he planteado adquirirla, porque para mí no
es más que un teléfono móvil hipertrofiado, y mi android todavía me sirve
fielmente en todos los menesteres que le encomiendo. El caso del lector
electrónico, en cambio, es distinto. En los tres años que han pasado desde que
compré el primero, la tecnología de estos aparatos ha adelantado una
barbaridad, al mismo ritmo que los precios se abarataban. Este nuevo
dispositivo tiene mucha mejor resolución de pantalla que el primero y responde
con mayor prontitud a mis pulsaciones, pero la principal diferencia es que el
fondo sobre el que se materializan las líneas del texto es mucho más blanco y
los caracteres mucho más negros, por lo que la lectura se asemeja aún más a la
de un libro convencional (con la diferencia de que puedo agrandar la letra todo
lo que mi presbicia me exija). Por si fuera poco, se trata de un libro cuyas
páginas emiten luz, lo que me permite leer a oscuras, en sitios mal iluminados
o de noche, en la cama, sin encender la lámpara de la mesilla y sin necesidad
de molestar a nadie. Cómo me habría gustado disponer de algo parecido cuando
era un crío y tenía que interrumpir la lectura para apagar la luz, porque mis
padres me reñían.
En cuanto al viejo lector, mi amiga lo ha recibido a
cambio del nuevo, y me da la impresión de que ya le va tomando afición, como
todo aquel que lo prueba y comprende las ventajas de este artilugio que ya ha
empezado a revolucionar el modo en que nos relacionamos con los libros y con la
lectura. Aunque por supuesto no le faltan detractores. He perdido la cuenta de
las veces que me he topado con los defensores del libro tradicional, quienes de
viva voz o por escrito no cansan de denostar la pantalla de tinta electrónica y
ensalzar el papel y la tinta de toda la vida. Los argumentos son casi siempre
de índole sentimental: el placer de lo tangible, el aroma del papel, la mística
del objeto, las dedicatorias, las flores secas escondidas entre las páginas,
las anotaciones, aquel billete de metro que guardamos en él el día que
acudíamos a nuestra primera cita con quien se convertiría en el amor de nuestra
vida, etc. Todo esto está muy bien, pero no deja de parecerme una actitud
excesivamente idealista para enfrentarse a un hecho tan cotidiano como es la
lectura. Y hay quien carga las tintas de tal modo que sus opiniones sobre el
libro tradicional suenan casi a fetichismo. Como ha escrito mi amigo Paco
Mendoza, bibliófilo de prestigio y gran coleccionista, entre las páginas de un
libro se puede encontrar casi de todo, incluyendo fluidos corporales. Sin ir
más lejos, tengo en mi biblioteca una edición de Sexus de Henry Miller que data de mis tiempos de estudiante y que
podría proporcionarle materia de estudio a un laboratorio de análisis genético
durante varias semanas. De hecho, cuando yo era usuario de las bibliotecas públicas,
recuerdo que me daba un poco de asco encontrarme ciertas sospechosas manchas que
aparecían en las manoseadas páginas, y cuya coloración iba desde el rojo
intenso (chorizo del bocata) hasta el pardo oscuro (seguramente café), pasando
por todos la gama intermedia de amarillos y ocres sobre cuya naturaleza
prefiero no especular. Me sale un sarpullido con solo pensarlo, vamos.
Dicen también los detractores del libro electrónico
que su popularización va a significar el final de la industria editorial, igual
que el MP3 ha representado el colapso de la industria discográfica. Se refieren
a la piratería, claro. Y es muy cierto (lo sé de primera mano) que hasta los
autores más comerciales han visto muy mermadas sus ventan, y si hace diez años Pérez-Reverte
vendía medio millón de ejemplares sin despeinarse, ahora sus editores se las ven
canutas para colocar cincuenta mil. Dicen que esto va a suponer el final de la
literatura (como si literatura e industria editorial fuesen sinónimos), porque
nadie va a poder comer de lo que escribe. Lo que yo pienso y la experiencia me
enseña es que casi nadie come de la escritura, porque unos pocos se lo comen
todo. El libro electrónico, con todos sus problemas, representa una oportunidad
para autores poco conocidos o noveles, la posibilidad de que sean los lectores
y no los editores y distribuidores quienes decidan, lo que puede traer un saludable
soplo de aire fresco al mercado editorial. Hasta el mismísimo Stephen King lo
ha dicho, y eso que no hay autor más pirateado en el mundo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/1/2014
2 comentarios:
Supongo que es cuestión de gustos. Conozco a gente que con el libro electrónico ha aumentado el tiempo que le dedica a la lectura sin que se sepa muy bien por qué, descontando lo que diré más adelante.
Personalmente no me termino de hacer con él. Tengo uno, claro, y leo. Pero no termina de entusiasmarme. Y si ninguna mística. Simplemente no me termina de gustar.
Sobre el pirateo, conozco a gente que se ufana de tener almacenados tantos libros que ni ellos ni toda su estirpe, hasta que se extinga, tendrá tiempo de leer. Somos así. Lo que también es cierto es que esos libros en papel nunca iban a ser comprados, así que, en realidad, no hay "lucro cesante"
También conozco a gente, entre la que he dicho que ahora lee más, que lo hace en parte porque ahora no les cuesta dinero. Si esto se generalizase, habría que pensar en un mundo futuro en el que los escritores fueran funcionarios que proporcionasen a la ciudadanía experiencias lectoras gratuitas, como los maetros les proporcionan educación.
Una buena biblioteca siempre será una buena biblioteca, pero como dice Muñoz Molina, esos (grandes) espacios quedarán reservados a ejemplares que por alguna razón sea apetecible guardar.
Las desventajas del libro electrónica son muchas y obvias, pero hay una ventaja que es inapelable: el espacio. Mi pronóstico personal es que progresivamente el papel irá sirviendo a la bibliofilia y la electrónica a la bibliofagia.
Y la cosa irá a peor con las generaciones futuras. Es casi seguro que, llegado el momento, mi hija no entienderá la razón por la cual mantener en formato papel todos esos libros que ocupan varias habitaciones en diferentes casas y que hoy día caben en un par de discos duros.
Publicar un comentario