El lunes pasado saltó a los medios la noticia de que
Vodafone estaba interesada en hacerse con ONO. Al final, parece que ONO rechaza
la oferta y mantiene su salida a Bolsa, aunque tal vez esto no sea más que una
treta para hacerse querer y aumentar los beneficios de la operación. A mí todo
esto me recuerda al argumento de una película de terror. Igual que ocurre en Pesadilla en Elm Street, de pronto uno descubre
que no hay lugar donde esconderse, porque Freddie Krueger te acabará pillando
vayas donde vayas. Como tantos otros, yo he cambiado un par de veces de
compañía, pero las implacables multinacionales no desisten de volver a
atraparme en sus redes. Parafraseando el famoso chiste, “hijo mío, date por
jodido”.
Cualquier ciudadano que haya intentado darse de baja
de una operadora de telefonía, conoce bien el significado de las palabras
“desesperación” e “impotencia”. Mi amiga, sin ir más lejos, pasó por ese trance
hace unos pocos meses, lo que me dio ocasión de asistir al proceso como testigo
privilegiado. Fueron sesiones interminables al teléfono en las que se vio
obligada a gritar como una posesa para navegar por el menú de voz, que solo
parecía entender las opciones si se pronunciaban con acento del barrio de
Salamanca y con un volumen por encima de los ochenta decibelios. Luego vinieron
las musiquitas y las locuciones. Y por fin un paseo virtual por toda América
Latina gracias a las cantarinas voces de los teleoperadores, que no concebían
siquiera la posibilidad de que alguien fuera tan insensato como para abandonar
los servicios de su compañía. Por cierto, todo esto ocurrió como resultado de
un cambio de domicilio que precisaba un traslado de la línea fija y del ADSL.
Le dieron para ello un plazo mínimo de tres semanas, cuando darse de alta en el
mismo servicio suele realizarse de un día para otro. Pero las empresas de
telefonía vienen a ser una alegoría moderna del infierno, y siempre resulta
mucho más fácil entrar en ellas que abandonarlas, incluso si no se ha
contratado permanencia (Lasciate ogni
speranza…). Tras un vía crucis de teleoperadoras sordas y de instrucciones
contradictorias, vino la parte del soborno, en la que a mi amiga le ofrecieron
los mismos servicios que estaba disfrutando hasta ahora, pero por la mitad de
precio, lo que naturalmente le suscitó la pregunta de si hasta ese momento no
la habían estado timando. Ante sus reiteradas negativas a quedarse, parecieron
desistir y le explicaron el modo de obtener la ansiada baja del servicio: un
fax que debía ser enviado en una determinada fecha y no en otra, lo que sin
duda constituye todo un alarde de flexibilidad y servicio al cliente. Pero no
terminaron aquí sus zozobras, porque a pesar de que el fax se envió en la fecha
exigida, la compañía le sigue reclamando un recibo y amenaza con incluirla en
una lista de morosos. Como se decía antes, “la bolsa o la vida”.
Obstruccionismo, opacidad, soborno y coacción. Estos
son los pilares del filibusterismo comercial que se gastan las grandes
operadoras de telefonía en nuestro país. Tal es así que uno no puede evitar
sentirse como esos abuelitos fachas que sienten nostalgia del franquismo, y recuerda
con agrado aquellos tiempos en que solo existía Telefónica y todos los
teléfonos descansaban sobre una mesa o estaban atornillados a la pared. Las
reclamaciones se amontonan en las organizaciones de consumidores, pero las
operadoras ni se inmutan, y así viene ocurriendo desde hace años sin que los
gobiernos parezcan capaces de crear una legislación que ampare a los ciudadanos
contra tanto abuso. Pero ¿por qué?
En este punto solo caben conjeturas, y yo he
desarrollado una teoría que puede ser tan buena como cualquier otra. Se basa en
el mito infantil del “Coco”, pero también podríamos denominarla “la teoría del
chivo expiatorio”. Un país entero se siente saqueado, traicionado, abandonado a
su suerte. Las leyes favorecen a quienes menos lo necesitan y dejan
desprotegidos a los más débiles. La población se enfada. Por eso hacen falta
cocos y espantajos como las operadoras de telefonía móvil y las eléctricas, a
las que se les permite campar a sus anchas, como señoritos en su cortijo.
Busquemos villanos para que los auténticos villanos queden en segundo plano.
Sigamos jurando en arameo cuando nos llegue el recibo del móvil, sigamos
ladrándole a la teleoperadora cuando se nos ocurra cambiar de compañía. Sigamos
despotricando sobre los que nos roban de forma tan descarada. A ellos les da
igual, porque saben que su posición es segura y que no tendrán que rendir
cuentas. Pero la auténtica puñada, la que nos dejará secos, siempre vendrá por
otro sitio. Lo comprenderemos al pagar los impuestos, al tratar de crear una
empresa, cuando enfermemos y necesitemos un tratamiento costoso o una
operación, cuando perdamos nuestro empleo, cuando nuestros hijos lleven un mes
sin clase de una asignatura porque su profesor está enfermo, cuando el banco
ejecute nuestra hipoteca y nos deje en la calle, cuando comprobemos que hemos
perdido libertades y derechos que ya creíamos consolidados. Pero hasta entonces
nos preocupa mucho más que el ADSL no nos dé ni la mitad de las megas que nos
habían prometido. Así nos va.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/2/2014
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