Para mis padres
Acabo de cumplir cincuenta años y me ha dado por
pensar en Heráclito y su río. A propósito del río de marras, recuerdo que hace
tiempo leí un libro de Javier Reverte titulado El corazón de Ulises (libro que no les recomiendo, porque lo
encontré lleno de inexactitudes y de tópicos). En la parte que dedica a la
ciudad de Éfeso, de donde era natural Heráclito, Reverte cuenta que durante su
visita se entretuvo en buscar el famoso río, y que no encontró nada más que una
acequia pestilente. Entonces fue cuando el escritor y viajero comprendió la
auténtica dimensión de la famosa máxima, la de que no es posible zambullirse
dos veces en el mismo río, pues el río de Éfeso estaba tan contaminado y resultaba
tan nauseabundo que la primera zambullida bastaría para liquidar al bañista. En
realidad, lo que Heráclito dijo no coincide exactamente con lo que se suele citar.
De los presocráticos, en el mejor de los casos, se conservan fragmentos, y la
traducción más aproximada del fragmento que versa sobre el río sería algo así
como «en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los
mismos».
Todo fluye, todo cambia y se transforma: el agua, el
fuego, la naturaleza entera, y nosotros como parte de ella, nos guste o no. Y
sin embargo tenemos la sensación de que no es así, como si quisiéramos
preservar nuestra esencia en una especie de cascarón, una cápsula del tiempo
inalterable que permanece estática mientras todo lo que la rodea cambia y
desaparece. Nos gusta imaginar que el río no nos arrastra, sino que estamos
varados en la orilla. Vemos que todo se mueve y se aleja con la corriente: las
personas, los hechos, los lugares. Pero nosotros, en esencia, somos lo que
fuimos y lo que seremos. El río de Heráclito se nos figura más bien como la
marea que lo inunda y lo arrastra todo mientras nosotros observamos desde el
muelle. Cuánto nos engañamos. Porque el río del tiempo jamás se seca ni desiste
de su inexorable labor de zapa, y no hay criatura que se libre de su empuje y
de su efecto, que a veces es lento, casi imperceptible, pero que acaba
erosionando hasta la roca más dura y excava cañones y desfiladeros en los
asuntos de todos los hombres, y otras veces resulta violento y brutal, como
cuando el agua desciende embravecida y desborda sus cauces, y todo lo arrastra
y lo destruye, dejando atrás la desolación más absoluta.
Mis cincuenta años recién estrenados no me han
convertido en un filósofo. De hecho, toda la filosofía que sé me la enseñó mi
profesor Domingo Henares cuando yo aún no había cumplido la mayoría de edad,
por lo que siempre le estaré agradecido. Pero querría aprovechar este remanso vacacional
para jugar a ser un presocrático de andar por casa. Cierto es que el río de
Heráclito es una metáfora, pero me gusta pensar que cada vía humana está ligada
a un río de la realidad, o al menos debería estarlo. No he tenido que pensar
mucho para averiguar cuál es el mío. Mi río nace cerca de Riopar, en un lugar
que todos ustedes han visitado, pero donde yo lo conocí fue unos kilómetros más
abajo, en Aýna, al mirar hacia abajo desde un puente que se conoce como El
Pontarrón. Porque siempre que practico la arqueología mental y trato de reunir
algunos de los fragmentos más antiguos de mi memoria, me veo obligado a
regresar a Aýna, donde mi padre era maestro a mediados de los 60. Recuerdo la
sinuosa carretera y las peñas y riscos y las calles estrechas llenas de
vericuetos. Recuerdo la vega y las huertas, y el parque de La Toba, y mi
colegio de Nuestra Señora de lo Alto (¿qué colegio puede presumir de un nombre
más hermoso?). Y a Lolita y Primitivo, a Gabriel e Ifigenia, a doña Sara
(entonces los maestros vivían todos juntos, acuartelados como la Guardia Civil),
a Paco el veterinario, a Eulalia la del casino y a Ilumi, la chica que me
cuidaba y que ahora debe de estar a punto de jubilarse. Y aquella sensación de
libertad que a duras penas pueden conocer los niños de ciudad de hoy en día,
prisioneros en sus casas y en sus guarderías, colegios y academias de inglés. Y
recuerdo el río, naturalmente, que como saben tiene el nombre más rimbombante y
excesivo de todos los ríos que existen o hayan existido: el río Mundo, nada
menos. Y recuerdo que a mis cuatro y cinco años aquel nombre de Mundo tenía
para mí pleno sentido, porque el río era el mundo y era más grande que el
mundo. Y ahora, a los cincuenta años, cuando el mundo, el tiempo y el río me
han arrastrado tan lejos que me encuentro mucho más cerca de la desembocadura
que de las fuentes, todas aquellas voces y lugares y sensaciones se vuelven
cercanas de repente, y me obstino en la misma ilusión que compartimos todos los
seres humanos, la de que sigo teniendo mucho en común con aquel chiquillo de
flequillo y pantalón corto que apenas levantaba cuatro palmos del suelo, aquel
chiquillo que se asomaba trabajosamente por la barandilla del puente para ver
discurrir el río en lo hondo, sin sospechar que corriente abajo lo estaba
aguardando el cincuentón que hoy, melancólico, teclea estas líneas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/12/2013
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