Desde hace un tiempo vengo observando el enorme auge
que han experimentado los programas de temática culinaria, lo que no deja de
sorprenderme, pues considero que tan acreedor a convertirse en estrella mediática
es un cocinero que hace bien su trabajo como un electricista, un cartero o un profesor
de inglés que hagan lo propio. Ahora bien, para desmentir lo que dicta el
sentido común no hay más que pensar en Alberto Chicote, un señor regordete y
malhumorado al que hemos visto despotricar en varias docenas de cocinas sin
dignarse apenas empuñar el mango de una sartén. Y encima ni siquiera sabe
contar chistes. Antes estaban Arguiño y compañía, también muy populares, quienes
al menos estos se molestaban en explicarnos cómo se guisaban las kokochas y el
atún. En los programas que ahora hacen furor, sin embargo, no existe el menor
afán didáctico. Se trata de reality shows
en el sentido estricto del término, con la única diferencia de que lo que antes
se nos mostraba desde una casa aislada cerca Guadalix de la Sierra, ahora
transcurre en la cocina de un restaurante o en un plató de televisión
transformado en cocina. Por lo demás, todo igual. Las mismas miserias humanas
en sus formas más rastreras: codicia, envidia, ira, ruindad, desidia y
estupidez sin límites. La única diferencia es la constatación de que en
cualquier cocina de cualquier restaurante, además de guisos, se cuecen
tragedias, algo que yo al menos habría preferido no saber. Del mismo modo que
habría preferido ignorar el estado cochambroso de ciertas cocinas y despensas:
cucarachas, ratones, comida podrida… En fin, piensen que el mismo Chicote, un
tipo curtido en mil vicisitudes gastronómicas, no pudo evitar echar la papilla
tras meter la mano en una freidora y encontrarse algo más que calamares a la
romana nadando en la pringue.
El «rico, rico» de Arguiñano dio paso a la cocina
molecular de Ferran Adrià, quien se las arregló para endosarnos una de las
mayores patrañas de la posmodernidad, la de que la gastronomía es una de las
bellas artes, y un buen cocinero puede parangonarse con el mejor pintor o
poeta. Pero no hay ascenso a los cielos sin bajada a los infiernos, y para ello
esperaba su turno Alberto Chicote, al que solo le faltan un tridente y unos
cuernecillos para encarnar al maligno. Aunque, como saben, los tiempos de las
ideas originales en televisión pasaron a la historia, y toda esta moda de los reality gastronómicos viene de los EE
UU, como no podría ser de otro modo. De hecho, en las vallas publicitarias de
la ciudad de Las Vegas pueden verse muchas más fotos del cocinero británico
Gordon Ramsay que de Britney Spears o Beyoncé. El espectador norteamericano se
ha rendido a la fascinación de los fogones, y con él ha arrastrado a los
televidentes del resto del mundo, algo que mi tía Rosario jamás hubiera
entendido, por más que sus croquetas fueran el bocado más exquisito que haya
degustado paladar humano. Antes la cocina era una actividad doméstica y casi
exclusivamente femenina, el reino de las madres, tías y abuelas donde, como
mucho, se les permitía el acceso a los niños pequeños. Ahora, al evocar una
cocina pensamos en focos y cámaras, en individuos que corren y vociferan
frenéticamente, en sartenes que arden y humean, en comensales cabreados y hambrientos,
y en Alberto Chicote tirándose de los pelos mientras les grita a los cocineros que
aquello es un desastre y que espabilen, coño.
Sin embargo, este espectáculo de la inanidad y la
tontería parece haber tocado fondo con un programa que he tenido ocasión de ver
recientemente. El título del engendro es Guerra
de cupcakes, y la cadena donde se
emite se llama Divinity, un canal dedicado a sembrar el universo mediático con
el marujeo más nauseabudno. Por si no están familiarizados con el término, les
aclaro que un cupcake viene a ser una
magdalena con ciertas ínfulas en sus ingredientes y en su decoración. Pero el
programa, a pesar de su título, no nos muestra escenas de dos bandos que
intentan aniquilarse por el procedimiento de arrojarse pastelillos. El espectáculo
consiste en dos equipos de reposteros, cada uno procedente de un rincón de la
amplia geografía norteamericana, que intentan derrotarse mediante su arte en la
confección de magdalenas. Lo que se dice entretenimiento en estado puro: unos
tipos haciendo bizcochos y metiéndolos en el horno, y un jurado que dictamina
sobre la consistencia de la masa, el sabor del relleno y la creatividad de los toppings y los frostings, todos ellos más serios que un ocho, como si en lugar de
magdalenas lo que se estuviera juzgando fuesen sinfonías o pinturas al óleo.
¿Qué habría pensado mi tía-abuela Rosario (cuyas
magdalenas caseras, por cierto, eran un prodigio de sencillez y sabor) ante
tanta tontería y exceso? ¡Por Dios! ¿Qué habría pensado Marcel Proust?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/12/2013
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