Ando
estos días absorto con la lectura de La
verdad sobre el caso Harry Quebert, novela publicada por Alfaguara que está
cosechando un éxito considerable este verano.
La trama gira en torno a un doble asesinato cometido treinta años atrás,
pero sobre todo habla del trabajo del escritor, ya que tanto el
protagonista-narrador como el presunto asesino lo son. Marcus Goldman es un
joven novelista cuya primera obra publicada ha obtenido un éxito millonario.
Harry Quebert, su maestro y mentor, es un escritor maduro que ya ha conquistado
el estatus de clásico americano. Apenas un año después de la publicación de su
primera novela, Goldman atraviesa un período de sequía creativa. A punto de
tirar la toalla, acude a su maestro en busca de consejo y guía, pero encuentra
que Quebert ha sido detenido y acusado de los asesinatos de una adolescente y
una anciana, ocurridos en 1975. Y este es el brioso arranque de la novela, de
la que no les cuento más porque no me gusta reventar tramas. Mejor compren el
libro o pídanlo prestado, y disfrútenlo, que para eso está el verano.
De lo que
quiero hablar aquí es de la imagen del trabajo del escritor que se brinda en esta
historia, cuyo autor, por cierto, es un joven escritor suizo que con su segunda
novela se ha encaramado ya a la cresta de la ola, caso muy parecido al del
protagonista del libro. La trama retrata a dos escritores que viven de la
literatura (y muy bien, por cierto). Pero también viven para la literatura,
pues ambos habitan una especie de mundo paralelo al que son ajenos el resto de
los mortales, un mundo donde la creación lo es todo, la falta de ideas el mayor
tormento imaginable y la página en blanco el origen de la más negra angustia. A
cambio de su sacrificio, reciben admiración, reconocimiento y cheques en
dólares con muchos ceros. Ambos, además, son hombres atléticos y bien
parecidos, de modo las mujeres más hermosas encuentran irresistible esa
combinación de tensión creativa y atractivo físico. Goldman ha tenido un
romance con una estrella de la televisión. Cuando Harry Quebert llegó al pueblo
donde se desarrolla la historia, las jóvenes más hermosas se rindieron a su
enigmático encanto, y eso que por entonces era todavía un don nadie. En cuanto
a su actividad literaria, se nos cuenta que necesitan aislarse allá donde las
musas puedan encontrarlos sin problema, por ejemplo en una fastuosa casa de la
costa de New Hampshire, donde pueden correr durante horas por las playas
desiertas y alimentar a las gaviotas.
Frente a
esta imagen idealizada (y creo que también estereotipada) de la vida de un
novelista, la realidad suele ser mucho menos glamurosa. Para llegar a esta
conclusión me basta con pensar en las condiciones en que se escribió mi última
novela. Vivo enfrente del conservatorio, y creo que durante los últimos años no
ha habido un solo estudiante de música de nuestra ciudad que no me haya
distinguido con generosas muestras de su talento. Mi hijo es roquero y sabe
cómo arrancarle pavorosos aullidos a su guitarra eléctrica. Lo que me provoca
terror no es la página en blanco, sino la posibilidad de que las hijas de mis
vecinos pongan la radio. En estas circunstancias se redactaron las casi 700
páginas de mi última novela, dos tercios de ella en tan solo seis meses, de
enero a junio, con dos evaluaciones y muchos exámenes y estrés de por medio.
Para colmo de males, mi calle parece ser la ruta preferida de todos los
borrachos de Albacete para su ruidoso regreso a casa. ¿Sorprendente? En
absoluto. Así es la vida de la mayoría de los escritores que, además de
cultivar la literatura, tenemos que ganarnos los garbanzos con nuestro trabajo.
La escritura es un pluriempleo que debemos encajar en los escasos huecos que la
realidad nos consiente. También es una técnica que se adquiere con el tiempo,
laboriosamente, no muy distinta del trabajo de cualquier artesano. La
inspiración no es tanto una cuestión de las musas como de una buena pomada
antihemorroidal.
En una
ocasión, durante un encuentro con un club de lectura en Ossa de Montiel, una
señora me preguntó: «¿Cómo
se las arregla para que los libros le queden tan bien? Tiene que ser muy
difícil.» Mi respuesta fue: «¿Aquí hacen ustedes encaje de bolillos, verdad?». Y cuando la señora contestó afirmativamente le
dije: «Pues eso sí que tiene que ser difícil.»
Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/7/2013
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