Recibo el email de un amigo que está a punto de celebrar
su quincuagésimo cumpleaños. Hace cinco años o más que no nos vemos. Durante un
tiempo estuvimos muy próximos, tanto que ocupábamos habitaciones contiguas de
la misma casa, en un pueblo de la provincia de Alicante donde ambos estábamos
desterrados por los azares del concurso de traslados. Tuvimos una relación
excelente. Dábamos clase en el bachillerato nocturno, y rara era la noche en
que no nos daban las tantas en algún pub de la localidad. Al día siguiente mi
amigo se las veía canutas para sacarme de la cama cuando era a mí a quien le
tocaba hacer la compra o la comida. Me ponía discos a todo volumen y yo ni me
inmutaba. Pero eso no enturbió nuestra relación. Y tampoco el hecho de que él
se empeñara en hablarme siempre en valenciano, aunque sabía que yo estaba pez
en esa lengua. Con el tiempo, sin embargo, llegó a gustarme, y ahora siempre
que oigo hablar en valenciano me siento transportado a la juventud, cómo son
las cosas. Pero volvamos al email de mi amigo, en el que me comunica que está a
punto de cumplir cincuenta años. Reflexiona en su carta que las personas somos
como líneas, que cada cual sigue su curso. A veces dos líneas se juntan y
discurren en paralelo un tramo más o menos largo. Luego se separan y se cruzan
con otras líneas. Y en eso consiste la vida, en líneas que convergen y se alejan.
Cincuenta años, cincuenta rotundos años en los que la vida de mi amigo se ha
cruzado con otras vidas, entre ellas con la mía. La línea de su vida y de la mía
se acercaron mucho y permanecieron unidas un curso completo. Luego él se
trasladó a Valencia y yo volví a mi tierra, pero durante un tiempo nos
esforzamos para que ambas líneas se aproximaran de forma periódica. Luego los
encuentros se volvieron más esporádicos hasta que cesaron por completo. Los
griegos y romanos creían que cada vida es un hilo, y que todas juntas forman un
tapiz que tres diosas se encargan de tejer. Con una visión más sombría, Ernesto
Sábato concibió nuestras vidas como túneles: a veces las paredes de nuestro
túnel se vuelven transparentes y somos capaces de distinguir a quienes avanzan
por los túneles contiguos. Así llegamos a alimentar la ilusión de que no
estamos solos, de que es posible compartir el túnel de la vida con otros. Pero antes
o después esas paredes de cristal se vuelven otra vez opacas. Líneas, hilos,
túneles… Metáforas en suma, y tras ellas la certeza de que estamos aquí de
paso, de que la línea o el túnel acabará, de que el hilo será cortado. En su
email mi amigo propone un encuentro con todas las personas cuyas vidas se han
cruzado con la suya y han discurrido en paralelo durante un buen trecho. Él es
un gran caminante (una vez se fue a la China por tierra, lo juro), de modo que
propone una excursión, una caminata que en este caso estará cargada de
significado. Dice que todos los que hemos recibido su mensaje hemos sido
importantes para él en algún momento y hemos contribuido a hacerlo como es. Se
define como una persona feliz y realizada a sus casi cincuenta años. Yo también
cumpliré cincuenta años dentro de unos meses, y creo que me gustará andar con
él un trecho más. Una de las pocas certezas que uno adquiere con el tiempo es
la enorme importancia de que la línea de nuestra vida se cruce con otras, de
que el hilo se enlace con otros hilos para formar una hebra resistente, un
sólido cordel capaz de sostenernos cuando las cosas vayan mal.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/4/2013
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