El garaje donde mi amiga guarda su coche es un
pasaje del terror. Cuando menos es lo más parecido a un pasaje del terror que
yo haya visto fuera de un parque de atracciones. Hay dos niveles a los que se
accede mediante sendas rampas en espiral. Las rampas son tan estrechas y
sinuosas que uno no sabe si las ha diseñado un arquitecto o el propietario de
un taller de chapa y pintura. No me tengo por un tipo especialmente pusilánime,
pero cada vez que mi amiga se dispone a encerrar su coche o a salir con él, me
invade una sensación de pánico que solo he sentido en mis días de colegio,
cuando mi maestro de tercero de EGB nos preguntaba la tabla de multiplicar. Son
apenas dos minutos los que mi amiga tarda en sortear los vericuetos y obstáculos
de ese pequeño infierno subterráneo, y lo cierto es que lo hace con admirable
destreza. Pero a mí se me figura una eternidad. Es más, termino con los
músculos doloridos por la tensión que experimento. Cada giro y revuelta se me
figura un salto al vacío. Y hasta los dientes me duelen por la fuerza con que
los aprieto. He probado a cerrar los ojos y no funciona. Hasta me estoy
planteando consultar esta fobia con un psicólogo, aunque, claro, me da un poco
de vergüenza. A fin de cuentas ni siquiera es mi garaje ni mi coche. Mientras
maniobra, mi amiga observa de soslayo mi expresión demudada, mi palidez y mis
extremidades agarrotadas. Más de una vez se ha burlado dulcemente de mí. Hasta
ha llegado a ofrecerme que pruebe a meter yo mismo el coche para superar de ese
modo mi pánico. Me he negado, por supuesto. Preferiría que me sacasen una
muela.
Todo esto me recuerda un relato de ciencia ficción
que leí hace tiempo. Se titulaba «Gira, gira» (casi como el tango), y su autor
era el español Domingo Santos. La acción se situaba en una megalópolis del
futuro donde encontrar un aparcamiento libre se había convertido en una empresa
casi imposible. Como ocurre hoy en día, las autoridades municipales se llevaban
los coches mal aparcados con una grúa. Sin embargo, no bastaba con pagar una
multa para recuperar los vehículos, ya que todo ellos eran retirados de la
circulación por el procedimiento de reducirlos a chatarra en un desguace. Un
incauto de provincias se desplaza a la capital para unos trámites y comete el
error de hacerlo en su propio coche. Al cabo de varios días de dar vueltas sin
rumbo, al borde ya del colapso por agotamiento, encuentra un lugar libre y
aparca su vehículo. Después se aleja a pie con la firme intención de no volver
a recogerlo jamás. Creo recordar que al final el hombre tiene que ser ingresado
en un hospital psiquiátrico.
El relato tendrá sus buenos treinta años, pero creo
que la fábula está más vigente que nunca. Hemos convertido el automóvil en un
símbolo de libertad y de estatus social, pero la pura verdad es que al comprar
un coche, lo que uno adquiere son deudas y servidumbres. Un coche no es un
símbolo de nada, sino más bien un hijo tonto. Es mucho más libre quien no tiene
coche ni ha de preocuparse por buscar un lugar para guardarlo. Si el garaje de
mi amiga fuera el mío, creo que no lo usaría. Alquilaría la plaza a alguien con
más temple que yo y buscaría otra más practicable, un lugar para aparcar que no
fuese una pesadilla. O quizás hiciera algo parecido a lo que hace el
protagonista del cuento. Es decir, usaría el garaje una sola vez. Luego dejaría
mi coche encerrado allí para siempre, me olvidaría de él y tomaría el
transporte público.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/4/2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario