Durante
un viaje reciente a los EE UU, he tenido ocasión de comprobar que el progreso
se cifra en algo más que en la abundancia o la sofisticación de las chucherías
electrónicas. De hecho, una de las cosas que más me impresionaron de aquel país
fue la calidad de su fontanería. Tuve pruebas de ello en el hotel donde me
alojé, pero también en los servicios de bares y restaurantes, y en algún
domicilio particular. No deseo pecar de escatológico, pero como botón de
muestra diré que durante mi estancia allí no tuve que recurrir ni una sola vez
a ese adminículo tan desagradable que conocemos como escobilla, y en el que
seguramente se alojan gérmenes suficientes como para desatar una pequeña guerra
biológica. Los inodoros norteamericanos quedan impolutos después de su uso,
tanto por el nivel de agua como por la contundencia de la descarga de la
cisterna, que desencadena una especie de torbellino capaz de tragarse cualquier
cosa. Recuerden, por ejemplo, esa leyenda urbana sobre una raza de cocodrilos
que habita las alcantarillas de Nueva York, descendientes de los pequeños
reptiles que la gente tenía en casa como mascotas, y que eran arrojados por la
taza del váter cuando sus dueños se hartaban de ellos. Se especula que este
pudo ser también el camino que siguió el líder sindicalista Jimmy Hoffa,
presuntamente asesinado por la Mafia en los setenta, y cuyo cuerpo nunca ha
sido encontrado.
Bromas
aparte, me agradó de un modo especial el buen funcionamiento de los urinarios
públicos, donde no es necesario apretar botones ni palancas para proceder a la
limpieza (con la de manos inmundas que podrían accionar tales palancas). Basta
con separarse de la taza para que el agua corra y la taza quede lista para su
siguiente uso. De hecho, la calidad de los sanitarios y de la fontanería en
general es uno de los principales motivos de orgullo nacional, como la bandera
de las barras y estrellas y el cuerpo de marines. Tengo entendido que hace unos
años se intentó reducir por ley la cantidad de agua que podía contener la
cisterna de los inodoros, lo que provocó una avalancha de protestas y
desobediencia civil. Si el gobierno no puede prohibir que un ciudadano
norteamericano posea armas de fuego, menos aún se atreverá a dictarle cuánta
agua puede usar para limpiar su mierda. Es de cajón.
Pero no
quiero polemizar ni hablar de política, sino usar el ejemplo de la calidad de
la fontanería como símbolo de la vitalidad de una nación y de una sociedad. ¿No
han notado que en España cada vez se ven más váteres sucios, más tuberías
apestosas y gorgoteantes, más duchas de las que manan chorritos raquíticos, más
desagües atascados? Nuestras duchas y nuestros sistemas de agua caliente
parecen del paleolítico comparados con los que se ven en otros países. Bajo una
ducha norteamericana, uno siente deseos de cantarse todas las arias de La Traviata. Nuestras duchas no invitan
ni a entonar el himno del Albacete Balompié. Y tengo la sospecha de que la de
fontanero sigue siendo una de las pocas profesiones con futuro y demanda. No
pasa un año sin que nos veamos obligados a llamar al fontanero o al calefactor
un mínimo de tres veces. Y son siempre llamadas desesperadas, casi a vida o
muerte, pues la triste realidad es que cualquier fallo en la fontanería
doméstica nos sume en la sordidez y la impotencia, como si de repente
acabáramos de ser arrojados a la Edad Media.
Tengo un
sueño, y en mi sueño veo a España convertida en un país de váteres refulgentes
y cisternas poderosas, un país donde el agua manará abundante y sin trabas, y
será capaz de arrastrar toda la inmundicia que corre por ahí. Mientras tanto,
tal vez la opción más inteligente sea poner pies en polvorosa y buscar váteres
limpios y eficientes en otras latitudes.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/9/2012
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