Una vez me compré una
lámpara que era necesario montar. Las instrucciones parecían claras e iban
acompañadas de dibujos muy ilustrativos. Aun así, al cabo de dos horas la
lámpara seguía desarmada. Es más, ahora constaba de más piezas que al principio,
y yo me tiraba de los pelos y blasfemaba en arameo. En otra ocasión traté de
ensamblar una pequeña estantería para una colección de tazas que regalaban con
un periódico. Lo conseguí, pero tardé tanto que más me habría valido emplear
todo aquel tiempo en aprender a tocar algún instrumento. Rizando el rizo, aún
no he podido olvidar aquel día en que me animé a hacerle algunos ajustes a mi
caldera de agua caliente. El resultado fue un chorro a presión que impactó contra
mi cara y que acabó provocando una inundación doméstica. En mi casa del pueblo
hay un grifo que salta en pedazos un mínimo de tres veces al año. Yo trato de
repararlo en cada ocasión. Incluso he buscado auxilio y consejo en foros
internet. Luego el grifo siempre revienta, lo que me hace sentirme algo
humillado. Pero no cejo por ello. Es una cuestión de amor propio. El grifo o
yo.
Creo que
mi ineptitud para el bricolaje y las reparaciones ha quedado más que
demostrada. Por desgracia, olvidé mencionarle esa peculiaridad a mi amiga hasta
que fue demasiado tarde. Ella me pidió ayuda para fijar a la pared un soporte
para un televisor, y yo pensé que si me negaba iba a quedar como un torpe o
como un gandul, que es aun peor. De modo que me pertreché de tacos, tornillos y
un taladro y me encomendé a san Judas Tadeo. Voy a obviar la descripción de los
destrozos que infligí a la pared, aunque creo que eso no fue culpa mía, sino
del taladro, que se empeñó en convertirse en un arma de destrucción masiva. Lo
realmente humillante fue que, al filo de la media noche, una vez fijado el
soporte, comprobé que había cometido el error de fijar a la pared la pieza que
debía atornillarse al televisor. No hubo más remedio que deshacerlo todo y
taladrar nuevos orificios. Al final, la pared de mi amiga tenía más agujeros
que la de un bosnio durante el asedio de Sarajevo, y ella me miraba con una
expresión que no supe si interpretar como de reproche o sencillamente de lástima.
Como no
carezco de cierta vena masoca, durante un tiempo me dediqué a ver un programa
de bricolaje que hacían en televisión. Un joven barbudo ejecutaba complicados
trabajos de carpintería y decoración y arreglaba todo tipo de averías. En sus
manos las herramientas parecían fieles esclavos, y yo lo observaba todo fascinado,
como si estuviera mirando un acto de prestidigitación. Aquello tenía algo de
mágico. Quizás por eso existe una cadena de tiendas de bricolaje cuyo nombre
contiene el de un famoso mago: el mago Merlín de las leyendas del rey Arturo.
Al saber que en nuestra ciudad se había abierto un establecimiento de esta
cadena, me apresuré en acercarme a echar un vistazo. Recorrí los interminables
pasillos con una mezcla de terror y asombro, imaginando lo que el joven barbudo
de la tele podría hacer con aquellos materiales y herramientas. Al mismo tiempo,
mi imaginación me brindó imágenes de las catástrofes que yo podría llegar a
perpetrar con todo aquello. Sufrí un episodio de vértigo y tuve que abandonar
la tienda corriendo.
Llegado a
cierta edad, uno tiene que ser consciente de sus limitaciones. Sé que no
carezco de algunas habilidades, pero entre ellas no está el bricolaje. Con una
herramienta en las manos me convierto en la perfecta personificación del caos, un
auténtico Terminator del bricolaje. Mejor me quedo quietecito.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/9/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario