Dicen que viajar
enaltece y transforma, que todo viaje es un viaje interior, y que al
regresar comprendemos que hemos adquirido otras perspectiva, una
visión más rica de las cosas. Muchos emprenden largas
peregrinaciones con la esperanza de experimentar esa metamorfosis que
los elevará a estados superiores del yo. Un amigo mío regresó del
camino de Santiago afirmando que era otro, y que además se había
cepillado a una peregrina brasileña que estaba como un tren. Sobre
lo primero no me decanto, aunque yo no lo veo muy distinto de como
era antes. Lo de la brasileña, sencillamente, no me lo creo. Conozco
a otra persona que ha hecho el camino de Santiago varias veces. Me
imagino que cuando la ven pasar por los pueblos de la ruta dicen algo
así como «ya está aquí otra vez la pesada esta». Ahora creo que
planea hacer el dichoso camino a la pata coja. Y lo más asombroso es
que sus seguidores la consideran una especie de gurú. En fin.
Yo creo que eso de
que los viajes transforman no deja de ser una alucinación.
Entiéndaseme. No pongo en duda que si uno se pasa veinte años en
Texas, a la vuelta seguramente usará sombrero de vaquero y será
partidario de la pena de muerte. Me refiero a los viajes de breve
duración, a lo que entendemos normalmente por viajes de turismo.
Aunque confieso que tampoco yo me libro de esa ilusión de pensar que
el viaje me transformará, especialmente si se trata de un viaje
largo y he invertido en él una buena parte de mis ahorros. Durante
el viaje llego a sentirme transformado de un modo muy convincente. A
diferencia de los peregrinos compostelanos, yo no viajo para
encontrarme a mí mismo, sino más bien para olvidarme de mí mismo.
Y en algunos momentos del viaje casi llego a conseguirlo. Siento como
si mi vida cotidiana fuera un sueño, como si acabara de nacer al
mundo y solo existieran el aquí y el ahora. Es más, cuando regreso
la inercia del viaje se prolonga durante algunos días. Las caras y
las cosas cotidianas me parecen novedosas, y la vida me inspira un
entusiasmo muy extraño en mí. Sin embargo, el efecto del viaje
desaparece muy pronto, sus imágenes se diluyen en la memoria, y ni
siquiera el ejercicio de castigar a los parientes con fotos y vídeos
consigue reavivar las ascuas de lo vivido. Y entonces, con cierta
fatiga, descubro que soy exactamente el mismo que era antes de
marcharme, aunque con unos cientos o miles de euros menos. Heráclito
dijo que nadie se zambulle dos veces en el mismo río, pero no hay
río que soporte la sequía de la realidad.
Aunque me gustaría
pensar que la realidad es mucho más compleja de lo que imagino, y
que bajo ese cauce seco fluyen manantiales ocultos de la luz del sol.
¿Quién me dice que en cada uno de esos viajes no haya dejado algo
atrás, alguna reminiscencia, un doble fantasmal de mi yo de
entonces? Tal vez por las calles de París todavía camine el
muchacho de veinte años que yo era cuando visité esa ciudad por
primera vez, más transparente y desvanecido cada día, pero aún
discernible en el atardecer de los bulevares. No descarto que en
Viena todavía mire los escaparates un alter ego mío que aún se
encuentra de viaje de novios. En Edimburgo, ciudad que he visitado
varias veces, podría haber varias versiones mías empinando el codo
en los pubs de la parte antigua. Y hasta me atrevería a jurar que
aún se me puede encontrar en Times Square y en la Quinta Avenida,
desorientado y sudoroso, elevando la vista hacia los rascacielos con
cara de asombro.
Si se topan con esos dobles míos que quedaron atrás, no dejen de
saludarlos. Díganles de mi parte que las cosas por aquí están más o
menos igual, y que sigan disfrutando de ese viaje infinito en el que
están embarcados. Felices ellos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/8/2012
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