Recientemente he visitado a mi amigo Lamar Herrin, que vive en Ithaca, un
idílico pueblo del estado de Nueva York, perfecta antítesis del ruido y la
furia de la gran ciudad. La casa de Lamar está rodeada de prados y granjas.
Pero lo que me llamó la atención fue un pequeño negocio de subastas de libros
que había por allí cerca. «Precisamente sobre este sitio tengo una historia que
contarte», me dijo mi amigo. Su relato arranca hace uno meses, cuando Lamar
encontró un anuncio en el periódico local acerca de una subasta que iba a
realizarse al cabo de unos días. Se anunciaba la venta de un ejemplar de Mein Kampf fechado en 1926 y dedicado por el mismísimo Adolf Hitler. Fiel a su instinto de
novelista, Lamar olfateó una buena historia y se dispuso a indagar cómo semejante
libro había acabado en los Estados Unidos, y no en Sotheby’s o en Christie’s,
sino en el modesto negocio de subastas de su vecino.
El dueño del establecimiento no se hizo de rogar y puso el ejemplar en
sus manos. Era un libro pequeño y deteriorado por el tiempo. Nada más abrirlo,
Lamar encontró unas líneas manuscritas. La tinta se había oxidado hasta
adquirir un color púrpura desvaído, pero la dedicatoria resultaba perfectamente
legible, así como la firma y la fecha. «¿Está comprobada la autenticidad? »,
preguntó mi amigo. «Completamente», respondió el subastador. Después le dijo
que reparara en que la mitad de la portada estaba descolorida. El hombre le
explicó en que el libro había permanecido durante décadas en el desván de una
casa de Munich. El rayo de luz que entraba por la ventana había ido royendo la
tinta y deteriorando el papel, lo que demostraba que nadie había tocado el
ejemplar desde que su propietario lo dejara allí olvidado ochenta añosa atrás. En
cuanto a la autora del hallazgo, se trataba de la dueña de la casa, una señora
de edad avanzada. Ignoro el nombre de esta señora y su relación el propietario
original, quien curiosamente era un clérigo. La cuestión es que Frau
Schmidt (llamémosla así) comprendió que el libro era de su propiedad y que
podía obtener un buen pellizco por su venta. Con lo que no contaba era con la
severidad de las leyes alemanas contra todo lo que huela a nacionalsocialismo,
máxime tratándose de algo tan espinoso como un ejemplar de Mi lucha dedicado por su celebérrimo y denostado
autor. Incapaz de sacar el libro a subasta en su país, Frau Schmidt probó
suerte con otras casas de subastas, pero encontró que la poderosa legislación
alemana también influía en la de otras naciones. Y lo mismo ocurrió en Nueva
York, donde no quisieron ni oír hablar de sacar a la luz la polémica reliquia.
Por último, los infinitos caminos de internet llevaron a la buena señora hasta la
National Book Auctions, esa casa de subastas de Ithaca, un negocio modesto a
pesar de su rimbombante nombre. Su dueño, a buen seguro, pensó que le había
tocado el gordo de la lotería.
Frau Schmidt en persona cruzó el charco para poner el libro en manos
del subastador y la fecha de celebración de la subasta fue anunciada. El final
de este relato, me temo, es totalmente anticlimático. Quien ganó la puja fue un
comprador canadiense que hizo sus ofertas a través de internet. Pese a todas
las expectativas, lo curioso es que el librito despertó poco interés, y se adjudicó
por apenas tres mil dólares. Hace unos años la publicación de un diario de
Hitler provocó una gran polémica, y eso que resultó ser falso. Hoy en día
parece que el genocida empieza a caer en el olvido. Este desenlace no serviría
para una novela de intriga, pero me parece bien para la vida real.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 20/8/2012
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