Como voy
teniendo mis años, me acuerdo perfectamente de que en los primeros días del
vídeo había tres formatos distintos: el VHS, el Beta y el 2000. Si te
confundías en el videoclub, ibas listo. Luego se impuso el VHS y se acabó el
problema. Antes de eso, en los primeros tiempos de nuestra democracia, existían
infinidad de partidos políticos y aquello era un lío tremendo. Pero muy pronto
se quedaron en dos y todos tan contentos. Está claro que el ser humano tiende a
homogeneizarlo todo. Esta tendencia a la uniformidad es buena en tanto que nos
simplifica la vida. Menos en lo relativo a los carnés y tarjetas.
Ahora todos los documentos de plástico tienen el mismo formato, el que
determina el estándar ISO (85.60 x 53.98 mm). A mí, al menos, el dichoso
estándar me está complicando muchísimo la existencia. Sin exagerar un ápice,
calculo que en estos momentos debo de manejar al menos quince carnés distintos:
el DNI, el permiso de conducir, el de funcionario docente, tarjetas de crédito
y débito, tarjetas de descuento en distintos comercios, la tarjeta del
gimnasio, la de videoclub y dos o tres tarjetas de socio más. Hasta para hacer
fotocopias en el instituto necesitamos una tarjeta que, por supuesto, tiene
exactamente el mismo tamaño y un aspecto muy parecido a las otras que manejo.
Vivo sumido en la perplejidad de no ser capaz de distinguir unas tarjetas de
otras. Antes trataba de clasificar las tarjetas en distintos compartimentos de
mi cartera, pero las malditas se multiplicaron de tal modo que el intento se
volvió inútil, pues nunca era capaz de dar con la tarjeta precisa. Me sentía
como un auténtico idiota, rebuscando en mi cartera igual que las señoras
rebuscan en su bolso. La diferencia es que el bolso de una mujer es un objeto
voluminoso e intrincado, un receptáculo lleno de secretos, y cualquiera
entiende que resulta sencillo extraviar algo allí. Pero la cartera de un hombre
es pequeña, diáfana. Si no eres capaz de encontrar en ella un simple carné no
es por culpa de la cartera, sino de tu propia ineptitud. O al menos eso parecía
pensar todo el mundo cuando me veían debatirme en vano con los compartimentos
de mi cartera. De modo que decidí guardar todos los carnés juntos, en un solo
mazo sujeto con una goma. Ahora, cada vez que tengo que pagar algo, voy
repasando mis carnés igual que hacíamos cuando éramos niños e intercambiábamos
cromos. Pero los carnés y tarjetas son mucho más difíciles de distinguir que
los cromos de nuestra infancia. En ellos no hay jugadores de fútbol, linces o
dinosaurios. Hay números, nombres de bancos, de establecimientos, de
organizaciones. Como mucho algún logotipo abstracto. Es fácil imaginar la cara
que me ponen las cajeras, los dependientes y los empleados de gasolinera cuando
saco mi mazo de carnés y les quito la goma. Pero aún es más elocuente su
expresión cuando trato de pagar la compra del supermercado con la tarjeta de
descuento de la librería, cuando intento de acceder al gimnasio con la tarjeta
de CC.OO. (de donde me di de baja hace diez años), o cuando pretendo usar mi
tarjeta del Círculo de Lectores para hacer fotocopias en el instituto.
Una noche en la que salí de parranda con los amigos, unos agentes de la
autoridad nos pidieron la documentación (seguramente teníamos pinta de estar
manifestándonos contra los recortes del gobierno). No sé si fue por culpa de la
oscuridad nocturna o por efecto de los gintonics, pero el caso es que traté de
identificarme con mi tarjeta de cliente de Bankia. Lo curioso es que el agente
no protestó. Seguramente me tomó por tonto de remate y pensó que no merecía la
pena insistir.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/8/2012
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