Mi amigo Alejandro es un tanto friki. Cuando uno lo ve venir por las
estrechas calles del Madrid viejo, acaparando la acera con su corpachón,
pertrechado con su cazadora de motero, sus gafas negras y sus muñequeras de clavos,
el primer impulso es dar media vuelta y echar a correr. O como mínimo cambiarse
de acera. Sin embargo, paradojas de la vida, Alejandro es uno de los individuos
más refinados que conozco. Lleva muchos años dedicado a la traducción
literaria, y por sus manos han pasado escritores de la talla de Jane Austen y
Joseph Conrad. Su cultura es tan extensa que sorprende que tantos datos quepan en
una sola cabeza. Lo de pasear por Madrid disfrazado de Makinavaja es pura
excentricidad. Igual que sus manías de coleccionar relojes y de dedicarse con
infatigable entusiasmo a la enseñanza y difusión del esperanto. Otra
peculiaridad de Alejandro es su costumbre de tomar rapé. Y observen que he
escrito «rapé», con tilde en la «e», y que por tanto no me refiero a ese
pescado tan sabroso en guisos y arroces. El rapé es un preparado de tabaco
molido y aromatizado que se aspira por la nariz, muy popular hace un par de
siglos, pero bastante inusual hoy en día, al menos por estas latitudes. La
palabra «rapé» nos hace evocar aristocráticos salones dieciochescos y películas
de época. Pero ahí tenemos a Alejandro, con su pinta de ángel del infierno,
tomando sus pulgaradas de rapé cual pisaverde emperifollado con peluca y
casaca.
Hace poco me contó Alejandro una curiosa anécdota relacionada con el
rapé y con internet. Andaba él en busca de nuevas variedades del producto (que
no es fácil encontrar en estancos al uso) y probó suerte en Google. Pensó que
para hacer la búsqueda más completa lo mejor sería combinar la palabra española
y la inglesa: snuff. Así
pues, tecleó «rapé» y «snuff» en la ventanita del todopoderoso buscador. Lo que
obtuvo, para su asombro, fue una lista de páginas web de carácter pornográfico.
Pero no de pornografía al uso, sino de sadomasoquismo, torturas, violaciones y
demás sevicias. Entonces cayó en la cuenta de lo que había pasado. La palabra
«rape» coincide con el término que en inglés designa la violación y el estupro.
En cuanto a «snuff», se denomina así un cierto subgénero de pornografía en la
que se muestran torturas y asesinatos supuestamente reales (recuerden Tesis, la película de Amenábar). La
inteligencia que habita dentro de Google acababa de tomar a mi amigo Alejandro,
espíritu elevado donde los haya, por un degenerado consumidor de la más abyecta
variedad de pornografía.
Alejandro y yo coincidimos en lo inquietante que resulta saber que
detrás de la página principal de Google (tan minimalista, tan inofensiva ella)
acecha una mente vasta y despiadada, una inteligencia en absoluto humana, como
la de los marcianos que espiaban los asuntos terrícolas en la novela de H. G.
Wells. Se trata de una voluntad implacable e infatigable que acumula
información sobre nosotros cada vez que hacemos una búsqueda en internet y que,
no contenta con intentar vendernos todo tipo de productos y artilugios, se
permite incluso el lujo de juzgarnos, como le pasó a Alejandro, quien se vio
convertido en perturbado sexual por el capricho de los insondables algoritmos
del motor de búsqueda.
Y si piensan que me estoy dejando arrastrar por mi imaginación, les
diré que cierto antiguo alumno mío, ingeniero de telecomunicaciones, me
confirmó todos mis temores: internet archiva, procesa y utiliza todo lo que
vertemos en ella, ya sea a través de un buscador, de una red social o del correo
electrónico. Eso significa que, una vez conectados, la red sabe quiénes somos.
Y no me refiero solamente a nuestra dirección IP, tan impersonal como la
matrícula de un coche, sino a un conocimiento amplio de aspectos de nuestra
personalidad que solemos considerar confidenciales. La tecnología informática
permite que la publicidad que vemos en las páginas web se nos muestre personalizada
conforme a nuestra edad, nuestros gustos, nuestro nivel económico o nuestra
orientación sexual. Si no me creen, pregúntenle al inefable Alejandro, quien
hace poco trató de buscar información sobre John Gay, poeta y dramaturgo inglés
del siglo XVIII. Ahora, cada vez que se asoma a internet, a mi amigo lo
bombardean con anuncios dirigidos al público homosexual.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 23/4/2012
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 23/4/2012
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