La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 2 de abril de 2012

Academias


Mientras haya malos estudiantes habrá academias, y no hablamos precisamente de una especie en peligro de extinción. A los que trabajamos en institutos y colegios, sin embargo, esos lugares no dejan de crearnos algo de mala conciencia. Querríamos que a nuestros alumnos les bastara con los conocimientos que impartimos en clase, que lo que enseñamos fuera suficiente para verlos progresar y salir airosos de sus retos escolares. Pero lo que en realidad vemos es cómo docenas de ellos fracasan en el empeño, con frecuencia estrepitosamente. Podemos esgrimir motivos de todo género (desinterés, desmotivación, desidia y otras cosas que empiezan por «des»). La pura verdad es que el fracaso de esos alumnos es también el de sus profesores. Los padres los envían a clases particulares para que allí les enseñen todo lo que no hemos logrado inculcarles en el instituto, y eso a algunos profes nos frustra y hasta nos avergüenza un poco. «¿Qué academia me recomienda?», me preguntan a veces los padres de mis alumnos cateados. Y no puedo reprimir un pinchazo de culpabilidad. «Yo creo que si el chico atendiera y estudiara más, podrían ahorrarse las clases particulares». Pero mis palabras no suenan convincentes. Es más, crece en mí la sensación de que cada día tengo menos alumnos en clase. La evidencia lo contradice. Quizás haya más de treinta chavales sentados en los pupitres, y su número aumentará al mismo tiempo que los recortes de marras. Pero su gesto y su actitud me indican que más de un tercio de ellos no están realmente en el aula, sino perdidos en una especie de mundo paralelo al que soy incapaz de acceder. Y menos cuando toca explicarles la voz pasiva. Entonces me da por pensar en cómo se las ingeniará el profesor de la academia (yo también lo fui, pero hace ya mucho de eso) para conseguir aquello en lo que yo estoy fracasando. Me consta que será un profesional competente, pero abrumado de horas lectivas, subempleado y rodeado de chavales hartos de pasarse el día encerrados. Cuando yo era niño teníamos «las permanencias». De algún modo todo quedaba en casa (es decir, en la escuela). Lo que ahora existe es esa extensa red centros de enseñanza paralelos que son como las catacumbas del sistema educativo, el reino de la claustrofobia vespertina, del tedio y del fracaso escolar, de la voz pasiva y de las ecuaciones de segundo grado.

Me llegan noticias de que a las academias también les ha alcanzado la crisis, como a casi todo. Muchas familias ya no pueden permitirse que el chaval apruebe las matemáticas o el inglés a golpe de recibo, y el número de alumnos desciende de forma alarmante. Pero parece que el ramo está aprendiendo a reinventarse y sale adelante. Se impone ahora un nuevo tipo de academia cuyo objetivo es captar a estudiantes abonados al suspenso múltiple, pero cuyos padres gozan de una situación desahogada. Solo las familias con altos ingresos pueden permitirse las abultadas tarifas que hay que satisfacer, a menudo con más de un trimestre de antelación. ¿Y qué se obtiene a cambio? Pues que el gandulillo de turno permanezca toda la tarde recluido en la academia, no ya únicamente recibiendo ayuda en las asignaturas que se le resisten, sino estudiando sus exámenes y completando sus tareas escolares. Es decir, lo que antes se hacía a solas en casa. Asistimos por tanto al nacimiento de un novedoso concepto empresarial: la academia-internado. De paso, queda inaugurada una nueva variedad de estudiante que dará mucho que hablar a los pedagogos: el alumno-prisionero. Por lo demás, la idea no parece mal del todo. Ahora las academias no serán únicamente el sumidero de la mala conciencia de tanto docente frustrado y desgastado. A cambio de unos cientos de euros, allí quedará también sepultado el remordimiento de los padres, o por lo menos de aquellos que no pueden o no saben cómo hacer para que sus hijos cumplan con sus obligaciones más elementales.
La Tribuna de Albacete, 2/4/2012

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