Mi relación con las catástrofes naturales es escasa, aunque peculiar. Una vez me sorprendió un diluvio universal en miniatura mientras caminaba por la calle Tesifonte Gallego. Llovía tanto que me sentí como uno de esos galos de Astérix, convencido de que el cielo entero se estaba desplomando sobre mi cabeza. No tuve más remedio que refugiarme en el soportal de una sucursal bancaria, junto a una docena de personas más. No sé si fue a causa de la furia de los elementos o del deficiente alcantarillado. El caso es que el nivel del agua empezó a subir enseguida, y de forma bastante alarmante. Al cabo de unos minutos la calzada había desaparecido bajo una corriente que descendía con cierto ímpetu (creo que hacia el parque, pero no estoy seguro). Cinco minutos más y las aguas habían rebasado el bordillo. Ahora, los otros refugiados y yo estábamos a tan solo un escalón por encima de aquel repentino torrente, que aumentaba en violencia a cada segundo, y la lluvia era tan densa que apenas se discernía la acera opuesta. A mi lado había un niño con su madre. «Mamá, tengo frío», dijo el chiquillo, lo que me provocó un repentino arrebato de ternura. Y justo entonces vimos pasar a un tipo que descendía por la calle… ¡en piragua! Nos miramos unos a otros con ojos espantados. «Mamá, tengo miedo», gimoteó el niño. Todavía no se había estrenado la película Titanic, pero durante una escalofriante décima de segundo un pensamiento se abrió paso en mi mente: «¡Vamos a morir!». No creo que les sorprenda saber que eso no ocurrió. En fin, que no ha sido necesario recurrir a una médium para escribir este artículo.
Los otros dos casos en que la muerte me ha mirado a los ojos no fueron tan dramáticos. No obstante, creo que han dejado en mí una impronta más profunda. Una impronta metafísica, si se me permite la pedantería. Se trata de los dos únicos terremotos que he llegado a percibir en toda mi vida. El primero fue allá por el año 98, y no recuerdo en este momento dónde se localizó el epicentro. El segundo fue el que tuvo lugar el Lorca, del que pronto se cumplirá un año. Ambos se percibieron por estas tierras, pero de una forma muy débil, nada que ver con las escenas (obsérvese que no he dicho «dantescas») que vimos en los telediarios de hace un año. Lo peculiar en mi caso fue que los dos seísmos me sorprendieron sentado en el váter. Notable casualidad y curiosa experiencia. Durante el primer terremoto no recuerdo haber sentido un pánico instantáneo, sino más bien un desasosiego cuyo origen no fui capaz de localizar en ese momento. En cuanto al temblor en sí, tampoco fue gran cosa. Los suelos de mi instituto tiemblan con mucha más fuerza cada vez que suena el timbre y los chicos de la ESO salen en estampida. En realidad, no fui consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que comprobé que la cortina del baño se movía y que las toallas colgadas oscilaban ligeramente. Aquello fue hasta divertido. Mis amigos se rieron mucho cuando les conté la ridícula tesitura en que me había sorprendido el seísmo. El auténtico problema, el que provocó en mí una crisis metafísica de cierta intensidad, fue lo que ocurrió el año pasado, el hecho de que el segundo terremoto de mi vida me pillara exactamente en las mismas circunstancias, con los pantalones bajados y sentado en taza del váter.
A nadie le gusta pensar en la muerte, y menos en la suya propia. Pero si nos permitieran elegir, nadie dejaría de diseñarse una muerte digna, incluso heroica. A mí me gustaría montármelo como en el famoso cuadro de Delacroix, el de La libertad guiando al pueblo, con mi fusil en las manos en pos de la bandera tricolor. Pero ya no me es posible ignorar las señales que he recibido. No cabe duda de que el destino me depara un final mucho menos vistoso.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/4/2012
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