Últimamente
proliferan los periódicos digitales de información local. Creo que hay cuatro o
cinco, a cuál más pintoresco. Gracias a ellos podemos seguirle la pista al
concejal no adscrito, ese hombre inagotable que ha pasado meses recorriéndose
todas las fiestas, verbenas, celebraciones vecinales y, en general, cualquier
lugar donde hubiera un micrófono y una cámara. También resulta instructivo
saber a cuántos conductores beodos han trincado cada día, así como el grado
exacto de alcoholemia que ha arrojado cada uno de ellos. Luego están los
atropellos y los percances callejeros, tan numerosos que uno empieza a
pensárselo dos veces antes de salir de casa. Sin embargo, de vez en cuando uno
se topa con algo verdaderamente interesante, una auténtica perla en el muladar.
Fue en uno de estos diarios digitales donde me enteré de que el gallinero del
cine Astoria existe todavía. La sala de cine como tal cerró hace muchos años,
igual que casi todas las demás. Primero instalaron allí un bingo, y más tarde
uno de esos locales de apuestas para ludópatas impenitentes. Pero, por encima
de las tragaperras, sobre el falso techo, están todavía esas butacas donde los
críos de mi quinta pasamos tantas mañanas de domingo. La matinal del cine
Astoria. Tan remota que parece un sueño. El sabor de las pipas, del regaliz y
de los chicles Cheiw y Bazooka. Programa doble. Bud Spencer y Terence Hill. El luchador manco. La playmate Victoria Vetri en Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra,
con su bikini prehistórico que dejaba al aire sus turgencias (cuántos onanismos
debió de inspirar esa película). El terciopelo ajado de las butacas. El suelo
de madera, apenas visible bajo los sedimentos de chicles resecos y cáscaras de
pipas. El gallinero del Astoria. Pura arqueología sentimental. Una cripta que
guarda los recuerdos de toda una generación. Nuestra infancia, ahora oscura y
polvorienta. Tan cerca. Tan lejos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/9/2017
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